Chapter 16: 12 - Novelistas Imprescindibles - James Joyce (2023)

12

Estaba yo echando una parrafada con el viejo Troy, el de la Policía Municipal, ahí en la esquina de Arbour Hill, y en esto, maldita sea, pasó un cabrón de deshollinador y casi me metió la herramienta en un ojo. Me doy la vuelta para echarle una buena encima cuando a quién veo vagueando por Stony Batter sino al mismísimo Joe Hynes.

—Eh, Joe —digo yo—. ¿Cómo anda el asunto? ¿Has visto a ese cabrón de deshollinador que casi me saca el ojo con el cepillo?

—El hollín da suerte —dice Joe—. ¿Quién es ese pesado que hablaba contigo?

—El viejo Troy —digo yo—, estaba en la policía. Casi estoy por denunciar a ese tío por estorbar la circulación con sus escobas y sus escaleras.

—¿Y tú qué andas haciendo por aquí? —dice Joe.

—Poca cosa —digo yo—. Hay un viejo zorro, un jodido ladrón allá junto a la iglesia del cuartel en la esquina de Chicken Lane —el viejo Troy me estaba contando algo de él— que se le ha llevado la mar de té y azúcar a pagar a tres chelines por semana, diciendo que tenía una granja en el condado de Down, a ese retaco que se llama Moses Herzog, ahí cerca en la calle Heytesbury.

—¿Un circuncidado? —dice Joe.

—Eso —digo yo—. Un tío un poco chalado. Un viejo fontanero llamado Geraghty. Llevo quince días encima de él y no le puedo sacar un penique.

—¿En eso andas ahora pringando? —dice Joe.

—Eso —digo yo—. ¡Cómo han caído los poderososos! Cobrador de deudas imposibles y dudosas. Pero el cabrón éste es el más famoso ladrón que se pueda encontrar por el mundo, con esa cara toda marcada de viruelas, que parece un colador. Dígale, dice, que le desafío, dice, y le vuelvo a desafiar a que le mande a usted otra vez por aquí, y si lo hace, dice, le haré convocar ante el juzgado, sí que lo haré, por actividad comercial sin licencia. ¡Y eso después de haberse hinchado hasta reventar! Qué demonio, me daba risa de ese judío bajito subiéndose por las paredes. Él beber mis tés. El comer mis azúcares. ¿Por qué él no pagar mis dineros?

Por mercancías no fungibles adquiridas a Moses Herzog, Parade Saint Kevin 13, distrito Wood Quay, del comercio, en lo sucesivo designado como el Vendedor, y vendidas y entregadas al señor Michael E. Geraghty, domiciliado en Arbour Hill 29, en la ciudad de Dublín, distrito Arran Quay, en lo sucesivo designado como el Comprador, a saber, cinco libras medida legal de té de primera calidad a tres chelines por libra medida legal y cuarenta y dos libras medida legal de azúcar molida cristalizada, a tres peniques la libra medida legal, el mencionado Comprador es deudor al mencionado Vendedor de una libra cinco chelines y seis peniques por la mercancía recibida cuya suma será pagada por dicho Comprador a dicho Vendedor en plazos semanales cada siete días de calendario a razón de tres chelines cero peniques: y las mencionadas mercancías no serán empeñadas ni pignoradas ni enajenadas de ningún otro modo por el mencionado Comprador sino que serán y permanecerán y se considerarán como sola y exclusiva propiedad del mencionado Vendedor pudiendo éste disponer a su voluntad y placer de ellas hasta que la mencionada suma haya sido debidamente pagada en la forma establecida por la presente en el día de hoy en acuerdo por una parte entre el mencionado Vendedor, sus herederos, sucesores, apoderados y representantes, y por la otra parte el mencionado Comprador, sus herederos, sucesores, apoderados y representantes.

—¿Eres un abstemio riguroso? —dice Joe.

—No tomo nada entre tragos —digo yo.

—¿Y qué tal si presentáramos nuestros respetos al amigo? —dice Joe.

—¿Quién? —digo yo—. Seguro que ése está en San Juan de Dios, chiflado del todo, el pobre.

—¿De beberse lo suyo? —dice Joe.

—Eso —digo yo—. Whisky y agua en los sesos.

—Vamos a dar una vuelta por Barney Kiernan —dice Joe—. Quiero ver al Ciudadano.

—Vamos a ver al bueno de Barney —digo yo—. ¿Algo raro o notable, Joe?

—Ni hablar —dice Joe—. Estuve ahí, en esa reunión en el City Arms.

—¿Qué era eso, Joe? —digo yo.

—Tratantes de ganado —dice Joe—, por lo de la glosopeda. Quiero contarle algo de eso al Ciudadano.

Así que nos fuimos por el cuartel de Linenhall y por detrás del Juzgado charlando de unas cosas y otras. Un buen muchacho, ese Joe, cuando está en buena forma, pero seguro que eso no pasa nunca. Coño, no le podía sacar de lo de ese jodido del astuto Geraghty, ladrón en pleno día. Por comercio sin licencia, decía.

En la bella Inisfail se extienden unas tierras, las tierras del Venerable Michan. Allí se yergue una torre vigilante ante los ojos de cuantos moran en la lejanía. Allí duermen los poderosos difuntos como durmieron en vida, guerreros y príncipes de elevada fama. Una placentera tierra es ésa en verdad, con murmurantes aguas, con corrientes ricas en peces, donde juguetean el salmonete, el sollo, la carpa, el hipogloso, la merluza gibosa, el salmón, el róbalo, el mero, el lenguado, los peces comunes en mezcla general y otros ciudadanos del reino acuoso demasiado numerosos para ser enumerados. En las suaves brisas del oeste y del este, los altaneros árboles balancean en diferentes direcciones su follaje de primera clase, el balsámico sicomoro, el cedro del Líbano, el exaltado plátano, el eugénico eucalipto y otros ornamentos del mundo arbóreo de que está absolutamente bien provista esa región. Amables doncellas están sentadas en cercana proximidad a las raíces de los amables árboles cantando las más amables canciones mientras juegan con toda clase de amables objetos como por ejemplo áureos lingotes, argentinos peces, barriletes de arenques, cajas de anguilas, bacalaos, cestos de estrellas de mar, violáceas gemas de mar y juguetones insectos. Y hay héroes que vienen desde lejos en expedición a cortejarlas, desde Elbana a Slievemargy, los impares príncipes del indomable Munster y de Connacht el justo y del suave y blando Leinster y de la tierra de Cruachan y de Armach la espléndida y del noble distrito de Boyle: príncipes hijos de rey.

Y allí se yergue un refulgente palacio cuyo chispeante techo cristalino es observado por los navegantes que atraviesan el ancho mar en embarcaciones construidas expresamente para ese fin, y allá acuden todas las manadas y las reses cebadas, y las primicias de esa tierra, pues O’Connell Fitzsimon recibe diezmos de ellas, caudillo descendiente de caudillos. Hacia allá llevan las enormes carretas mieses de los campos, cestos de coliflores, carretadas de espinacas, rodajas de piña, judías de Rangún, sartas de tomates, panes de higos, ristras de nabos suecos, esféricas patatas y gran variedad de iridiscentes coles, de York y de Saboya, y bateas de cebollas, perlas de la tierra, y cestillos de setas y calabazas amarillas y gruesas algarrobas y cebada y colza, y manzanas rojas verdes amarillas pardas bermejas dulces gordas amargas maduras y abultadas, y canastillos de fresas, y cestillos de grosellas pulposas y pelosas, y fresas dignas de príncipes y frambuesas en rama.

Le desafío, dice él, y le vuelvo a desafiar. ¡Sal acá fuera, jodido Geraghty, famoso salteador de caminos!

Y por la misma senda acuden los innumerables rebaños de carneros con cencerros y ovejas paridas y corderos recién esquilados y lechales y gansos de otoño y novillos y yeguas relinchantes y terneros descornados y ovejas de lana larga y ovejas de corral y becerros de primera de Cuffe y marranas y cerdas de vientre y cerdos cebados y las variadas y diferentes variedades de ganado porcino altamente distinguido y becerros de Angus y jóvenes toros de inmaculado árbol genealógico, juntamente con excelentes vacas de leche y bueyes ganadores de premios: y allí se oye siempre un pisotear, cacarear, rugir, mugir, balar, aullar, roncar, gruñir, rumiar, morder, mascar, de ovejas y cerdos y vacas de pesada pezuña, llegados de los pastos de Lush y Rush y Carrickmines y de los bien regados valles de Thomond, de los vapores de M’Gillicuddy y del inaccesible y señorial Shannon el insondable, y de los suaves declives del lugar de la raza de Kiar, con las ubres distendidas por la sobreabundancia de leche, y barricas de mantequilla y cuajos de queso y requesones y pechos de cordero y celemines de maíz y oblongos huevos, a centenares y centenares, variados en tamaño, el ágata con el ámbar.

Así que fuimos a parar a la taberna de Barney Kiernan y allí por supuesto que estaba el Ciudadano en el rincón, metido en conversación con él mismo y con su jodido chucho sarnoso, Garryowen, y esperando a que le lloviera del cielo algo de beber.

—Ahí está —digo yo—, en su agujero, con su jarro y su cargamento de papeles, trabajando por la causa.

El jodido chucho echó un gruñido como para poner carne de gallina. Sería una obra de misericordia corporal si alguien le quitase la vida a ese podrido perro. Me han asegurado que se le comió una buena parte de los calzones a un guardia de Santry que había venido una vez con un papel azul por una licencia.

—¿Quién vive? —dice él.

—Está bien, Ciudadano —dice Joe—. Amigos.

—Adelante, amigos —dice él.

Entonces se restriega la mano en el ojo, y dice:

—¿Qué piensan de cómo están los tiempos?

Haciéndose el perdonavidas y el rey de la montaña. Pero, caray, Joe estuvo a la altura de las circunstancias.

—Creo que el mercado está en alza —dice, deslizándose la mano entre las piernas.

Así que, coño, el Ciudadano se da una palmada con la zarpa en la rodilla y dice:

—Las guerras extranjeras tienen la culpa.

Y dice Joe, metiéndose el pulgar en el bolsillo:

—Son las ganas de tiranizar de los rusos.

—Venga, basta ya de joder con estupideces, Joe —digo yo—, tengo encima una sed que no la vendería por media corona.

—A ver qué va a ser, Ciudadano —dice Joe.

—Vino del país —dice él.

—¿Y tú?

—Ídem MacAnaspey —digo yo.

—Tres pintas, Terry —dice Joe—. ¿Y cómo está ese viejo corazón, ciudadano? —dice.

—Nunca mejor, a chara —dice él—. ¿Qué, Garry? ¿Vamos a ganar? ¿Eh?

Y con eso, agarró por la piel del cuello a su jodido viejo chucho y, coño, casi lo estranguló.

La figura sentada en una enorme roca al pie de una redonda torre era la de un héroe de anchos hombros de profundo pecho de recios miembros de ojos francos de pelo rojo de pecas abundantes de barba hirsuta de boca ancha de nariz grande de cabeza larga de voz profunda de rodillas desnudas de manos musculosas de piernas velludas de rostro bermejo de brazos nervudos. De hombro a hombro medía varias varas y sus rodillas montañosas y pétreas estaban cubiertas, como lo estaba igualmente el resto de su cuerpo donde quiera que era visible, por una recia espesura de punzante y fulvo pelo semejante en color y dureza al tojo de montaña (Ulex europeus). Las narices de anchas aletas, de las cuales emergían briznas del mismo color fulvo, eran de tal capacidad que en su cavernosa oscuridad podría haber alojado fácilmente su nido la alondra campesina. Los ojos, en que una lágrima y una sonrisa luchaban perpetuamente por el predominio, tenían las dimensiones de unas coliflores de buen tamaño. Una poderosa corriente de cálido aliento surgía a intervalos regulares de la profunda cavidad de su boca, mientras, en rítmica resonancia, los sonoros, recios y saludables retumbos de su tremendo corazón tronaban rumorosamente haciendo vibrar y temblar el suelo, la cima de la altiva torre y las aún más altivas paredes de la caverna.

Vestía un largo ropaje sin mangas de piel de buey recién desollado que le llegaba a las rodillas en amplia falda e iba ceñido en torno por un cinturón de paja y juncos trenzados. Debajo de eso llevaba bragas de piel de ciervo, toscamente cosidas con tripa. Sus extremidades inferiores iban enfundadas en altos borceguíes de Balbriggan teñidos con púrpura de liquen, estando sus pies calzados con abarcas de piel de vaca curtida con sal, enlazadas con tráqueas del mismo animal. De su cinturón pendía una fila de guijarros de mar que se balanceaban a cada movimiento de su prodigiosa figura, y en ellos estaban grabadas, con arte tosco pero impresionante, las imágenes tribales de numerosos héroes y heroínas de la antigüedad, Cuchulin, Conn el de las cien batallas, Niall el de los nueve rehenes, Brian de Kincora, el Ardri Malachi, Art MacMurragh, Shane O’Neill, el Padre John Murphy, Owen Roe, Patrick Sarsfield, Red Hugh O’Donnell, Red Jim MacDermott, Soggarth Eoghan O’Growney, Michael Dwyer, Francy Higgins, Henry Joy M’Cracken, Goliat, Horace Wheatley, Thomas Conneff, Peg Woffington, el Herrero de la Aldea, el Capitán Clarodeluna, el Capitán Boycott, Dante Alighieri, Cristóbal Colón, San Fursa, San Brandán, Marshall McMahon, Carlomagno, Theobald Wolfe Tone, la Madre de los Macabeos, el Último Mohicano, la Rosa de Castilla, el Representante de Galway, el Hombre que Hizo Saltar la Banca en Montecarlo, el Hombre en la Brecha, la Mujer que Dijo No, Benjamin Franklin, Napoleón Bonaparte, John L. Sullivan, Cleopatra, Savourneen Deelish, Julio César, Paracelso, Sir Thomas Lipton, Guillermo Tell, Miguel Ángel, Hayes, Mahoma, la Novia de Lammermoor, Pedro el Ermitaño, Pedro el Enredador, Rosaleen la Morena, Patrick W. Shakespeare, Brian Confucio, Murtagh Gutenberg, Patricio Velázquez, el Capitán Nemo, Tristán e Isolda, el primer Príncipe de Gales, Thomas Cook e Hijo, el Soldadito Valiente, Arrah na Pogue, Dick Turpin, Ludwig Beethoven, la Bella Irlandesita, Waddler Healy, Angus el Culdee, Dolly Mount, Sidney Parade, Ben Howth, Valentine Greatrakes, Adán y Eva, Arthur Wellesley, Boss Croker, Heródoto, Jack el Matagigantes, Gautama Buda, Lady Godiva, el Lirio de Killarney, Balor el del Mal de Ojo, la Reina de Saba, Acky Nagle, Joe Nagle, Alessandro Volta, Jeremiah O’Donovan Rossa, Don Philip O’Sullivan Beare. Una jabalina de granito aguzado descansaba tendida junto a él mientras a sus pies reposaba un salvaje animal de la tribu canina, cuyos jadeos estertorantes anunciaban que estaba sumido en inquieta somnolencia, suposición confirmada por roncos gruñidos y movimientos espasmódicos que su amo reprimía de vez en cuando mediante tranquilizadores golpes de un poderoso garrote toscamente formado con piedra paleolítica.

El caso es que Terry trajo las tres pintas a que invitaba Joe y coño casi me quedé ciego cuando le vi alargar una libra. Vaya, como que te lo estoy contando. Un soberano de la mejor pinta.

—Y queda más en el sitio de donde he sacado éste —dice.

—¿Has robado el cepillo de los pobres, Joe? —digo yo.

—El sudor de mi frente —dice Joe—. Fue el prudente caballero quien me dio el consejo.

—Le vi antes de encontrarme contigo —digo yo—, dando vueltas por Pill Lane y la calle Greek, con sus ojos de besugo, pasando revista al detalle.

¿Quién viene a través de la tierra de Michan, revestido de armadura sable? O’Bloom, el hijo de Rory: él es. Inaccesible al miedo es el hijo de Rory, el del alma prudente.

—Por la vieja de la calle Prince —dice el Ciudadano—, el órgano subvencionado. El partido juramentado en la Cámara de Diputados. Y miren el maldito papelucho —dice—. Mírenlo —dice—. El Irish Independent, nada menos, fundado por Parnell para ser el amigo de los trabajadores. Escuchen los nacimientos y muertes en el Irlandés, todo por Irlanda independiente, y muchas gracias, y también las bodas.

Y empieza a leer en voz alta:

—Gordon, Barnfield Crescent, Exeter; Redmayne de Iffley, Saint Anne on Sea, esposa de William T. Redmayne, un niño. ¿Qué tal eso, eh? Wright y Flint, Vincent y Gillett, con Rotha Marion hija de Rosa y del difunto George Alfred Gillett, 179 Clapham Road, Stockwell, Playwood y Risdale en Saint Jude, Kensington, ante el muy reverendo Dr. Forrest, Deán de Worcester, ¿eh? Fallecimientos. Bristow, en Whitehall Lane, Londres; Carr, Stoke, Newington, de gastritis y fallo cardíaco; Cockburn, en Moat House, Chepstow...

—Conozco a ése —dije Joe—, por amarga experiencia.

—Cockburn. Dimsey, esposa de David Dimsey, que fue del Almirantazgo; Miller, Tottenham, a la edad de ochenta y cinco años; Welsh, 12 de junio, 35 Canning Street, Liverpool, Isabella Helen. ¿Qué tal está esto como prensa nacional, eh, hijito mío? ¿Qué le parece eso a Martin Murphy, el negociante de Bantry?

—Ah, bueno —dice Joe, pasando a la redonda los tragos—. Gracias a Dios que nos han dejado atrás. Bébete eso, Ciudadano.

—Muy bien —dice él—, honorable amigo.

—A la salud, Joe —digo yo—. Y liquidado.

¡Ah! ¡Oh! ¡No me hablen! Yo estaba que me moría de necesidad de ese trago. Como que me ve Dios que lo oí dar en el fondo de mi estómago con un chasquido.

Y he aquí que mientras ellos apuraban su cáliz de alegría, entró un mensajero divinal, radiante como el ojo del cielo, un joven apuesto, y tras de él pasó un anciano de nobles andares, llevando los sagrados rollos de la ley, y con él su noble esposa, dama de linaje impar, la más hermosa de su raza.

El pequeño Alf Bergan se metió de un salto por la puerta y se escondió en la trastienda de Barney, doblado en dos de la risa, y quién diréis que estaba allí sentado en el rincón, que no lo había visto yo, roncando borracho, ciego al mundo, nada menos que Bob Doran. Yo no sabía qué pasaba y Alf seguía haciendo señales de mirar afuera. Y coño resulta que era el jodido viejo payaso de Denis Breen en sus pantuflas de baño con dos librotes metidos bajo el sobaco y la mujer al trote detrás de él, desgraciada mujer de pena, trotando como un perrito. Creí que Alf se partía.

—Mírale —dice—. Breen. Está dando vueltas por todo Dublín con una postal que le ha mandado alguien con V. E.: ve, y él va a armar un plei...

Y se doblaba.

—¿A armar qué?

—Un pleito por injuria —dice—, por diez mil libras.

—¡Qué mierda! —digo yo.

El jodido chucho empezó a gruñir que daba pánico viendo que pasaba algo pero el Ciudadano le dio una patada en las costillas.

—Bi i dho husht —dice.

—¿Quién? —dice Joe.

—Breen —dice Alf—. Estuvo con John Henry Menton y luego se fue a Collis y Ward y luego se le encontró Tom Rochford y le mandó a ver al ayudante del sheriff para gastarle una broma. Válgame Dios, me duele de reír. V. E.: ve. El tío largo le miró de arriba a abajo y ahora el viejo chiflado se ha ido a la calle Green a buscar un policía.

—¿Cuándo va a ahorcar John el largo a aquel tío en Mountjoy? —dice Joe.

—Bergan —dice Bob Doran, despertando— ¿Es Alf Bergan?

—Sí —dice Alf—. ¿A ahorcarle? Espera que te lo enseñe. Ea, Terry, échanos otro trago. ¡Ese viejo chocho! Diez mil libras. Tendríais que haber visto la cara con que le miró John el largo. V. E....

Y se echó a reír.

—¿De qué te ríes? —dice Bob Doran—. ¿Es Bergan?

—Date prisa, Terry querido —dice Alf.

Terence O’Ryan le oyó y al punto le trajo un cristalino cáliz rebosante de la espumosa cerveza de color ébano que los nobles mellizos Bungiveagh y Bungardilaun destilan eternamente en sus divinas barricas, astutos cual los hijos de la imperecedera Leda. Pues ellos reúnen las suculentas bayas del lúpulo y las amontonan y las aplastan y las hacen hervir y con ellas mezclan ácidos jugos y llevan el mosto al sagrado fuego y ni de día ni de noche cesan en su menester, esos astutos hermanos, señores del tonel.

Y entonces tú, oh caballeroso Terence, escanciaste, cual nacido para ello, el nectarado brebaje, y tú ofreciste el cristalino cáliz a aquel que sufría sed, alma de la caballería, semejante en belleza a los inmortales.

Pero él, el joven jefe de los O’Bergan, no sufrió ser vencido en generosas hazañas sino que al punto ofreció con gracioso gesto un tostón del más precioso bronce. En él, en relieve por excelente obra de forjador, se veía la imagen de una reina de majestuoso porte, retoño de la casa de Brunswick, Victoria por nombre, Su Excelentísima Majestad por la gracia de Dios del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y de los dominios británicos allende el mar, Reina, Defensora de la Fe, Emperatriz de la India, ella, la misma que blandía el cetro, victoriosa sobre muchos pueblos, la bienamada, pues la conocían y la amaban desde el orto del sol hasta su ocaso, los pálidos, los oscuros, los rubicundos y los etíopes.

—¿Qué anda haciendo ese jodido masón —dice el Ciudadano—, de un lado para otro por la acera?

—¿Qué pasa? —dice Joe.

—Aquí tenéis —dice Alf, sacando la pasta—. Hablando de ahorcar. Os voy a enseñar algo que no habéis visto nunca. Cartas de verdugos. Mirad aquí.

Y sacó del bolsillo un fajo de jirones de cartas y sobres.

—No vengas con bromas —digo yo.

—Palabra —dice Alf—. Leedlas.

Y Joe cogió las cartas.

—¿De quién te ríes? —dice Bob Doran.

Conque vi que se iba a armar un poco de polvareda. Bob es un tío raro cuando se le sube el trago a la cabeza, así que digo yo, sólo para dar conversación:

—¿Qué hace ahora Willy Murray, Alf?

—No sé —dice Alf—. Le acabo de ver en la calle Capel con Paddy Dignam. Sólo que yo iba corriendo detrás de ése...

—¿Que tú qué? —dice Joe, tirando las cartas—. ¿Con quién?

—Con Dignam —dice Alf.

—¿Con Paddy? —dice Joe.

—Sí —dice Alf—. ¿Por qué?

—¿No sabes que se ha muerto? —dice Joe.

—¿Paddy Dignam se ha muerto? —dice Alf.

—Sí —dice Joe.

—Seguro que no hace cinco minutos que le he visto —dice Alf—, tan claro como el agua.

—¿Quién se ha muerto? —dice Bob Doran.

—Entonces has visto su espíritu —dice Joe—: Dios nos libre de mal.

—¿Cómo? —dice Alf—. Dios mío, hace cinco... ¿Cómo?... Y Willy Murray con él, los dos ahí cerca de como se llame... ¿Cómo? ¿Dignam se ha muerto?

—¿Qué pasa con Dignam? —dice Bob Doran—. ¿Quién habla de...?

—¡Muerto! —dice Alf—. No se ha muerto más que tú.

—A lo mejor —dice Joe—. En todo caso esta mañana se han tomado la libertad de enterrarle.

—¿A Paddy? —dice Alf.

—Sí —dice Joe—. Ha pagado su deuda a la naturaleza. Dios le haya perdonado.

—¡Válgame Dios! —dice Alf.

Coño, se quedó de verdad hecho polvo.

En la tiniebla se sintieron aletear manos de espíritus y cuando se hubo dirigido la oración según los tantras en la dirección conveniente, una leve pero creciente luminosidad de luz de rubí se hizo visible poco a poco, siendo particularmente realista la aparición del doble etéreo mediante la descarga de rayos jívicos desde la coronilla y la cara. Se estableció comunicación mediante la glándula pituitaria y también por medio de rayos de ardiente anaranjado y escarlata que emanaban de la región sacra y el plexo solar. Interrogado por su nombre terrenal en cuanto a su paradero en el mundo de los cielos aseveró que andaba ahora en la senda del prālāyā o retorno pero que todavía estaba sometido a juicio en manos de ciertas entidades sanguinarias en los niveles astrales inferiores. En respuesta a una pregunta sobre sus primeras sensaciones en la gran divisoria del más allá, aseveró que previamente había visto como en un espejo, oscuramente, pero que los que habían pasado más allá tenían cimeras posibilidades de desarrollo átmico abiertas ante ellos. Interrogado en cuanto a si la vida de allá se parecía a nuestra experiencia en la carne, afirmó que había oído decir de seres ahora más favorecidos en el espíritu que sus mansiones estaban equipadas con toda clase de comodidades domésticas tales como tālāfānā, āszānsār, āguācālāntā, wātārclāsāt, y que los más elevados adeptos estaban empapados en olas de voluptuosidad de la más pura naturaleza. Habiendo solicitado una taza de leche agria, se trajo y evidentemente produjo alivio. Preguntado si tenía algún mensaje para los vivos exhortó a todos los que todavía estaban en el lado de acá del Maya a que reconocieran la verdadera senda, pues se había oído decir en los círculos devánicos que Marte y Júpiter se disponían a producir desgracias en el ángulo oriental donde tiene poder el Carnero. Se interrogó entonces si había algunos deseos especiales por parte del difunto y la respuesta fue: Os saludamos, oh amigos de la tierra que todavía estáis en el cuerpo. Cuidado con C. K. que no se aproveche demasiado. Se comprobó que la referencia era al señor Cornelius Kelleher, gerente del conocido establecimiento funerario de los Sres. H. J. O’Neill, amigo personal del difunto, que había sido responsable de llevar a cabo la organización del entierro. Antes de partir solicitó que se le dijera a su querido hijo Patsy que la otra bota que había estado buscando se encontraba al presente bajo la cómoda del cuarto del descansillo y que había que mandar el par a Cullen a que le pusiera medias suelas solamente porque los tacones todavía estaban buenos. Afirmó que esto había perturbado grandemente su paz de ánimo en la otra región y solicitaba con empeño que se diera a conocer su deseo. Se dieron seguridades de que se prestaría atención al asunto y se obtuvo indicación de que esto había producido satisfacción.

Ha partido de las moradas de los mortales: O’Dignam, sol de nuestra mañana. Ligero era su pie en el brezal: Patrick el de la frente radiante. Gime, oh Banba, con tu viento: y gime tú, oh océano, con tu torbellino.

—Ya está ahí ése otra vez —dice el Ciudadano, mirando afuera con fijeza.

—¿Quién? —digo yo.

—Bloom —dice él—. Está ahí de guardia, de un lado para otro, desde hace diez minutos.

Y, coño, vi su jeta asomarse a atisbar dentro y luego escabullirse otra vez.

El pequeño Alf se había quedado de piedra. Palabra que sí.

—¡Válgame Dios! —dice—. Habría jurado que era él.

Y dice Bob Doran, con el sombrero echado atrás en la cholla, el peor chulo de Dublín cuando está tomado:

—¿Quién dijo que Cristo es bueno?

—¿Cómo, cómo? —dice Alf.

—¿Es bueno un Cristo —dice Bob Doran— que se lleva al pobrecillo Willy Dignam?

—Ah, bueno —dice Alf, tratando dejar correr—. Ya se han acabado sus penas.

Pero Bob Doran le arma una chillería.

—Es un jodido canalla —digo yo— por llevarse al pobrecillo Willy Dignam.

Terry se acercó y le guiñó el ojo para que se estuviera tranquilo, que no querían esa clase de conversación en un local respetable con todas las licencias. Y Bob Doran empieza a lloriquear por Paddy Dignam, tan verdad como que estás ahí.

—El hombre mejor que ha habido —dice, gimoteando—, el mejor carácter, el más puro.

Las jodidas lágrimas en el bolsillo. Diciendo majaderías. Más le valía irse a su casa con esa putilla callejera con que está casado, Mooney, la hija del ujier. La madre tenía una casa de putas en la calle Hardwicke donde andaba por el descansillo, que me lo contó Bantam Lyons que se había parado allí, a las dos de la mañana, como la parió su madre, enseñando su persona, entrada libre a todos, igualdad de oportunidades y no hay de qué.

—El más noble, el más leal —dice—. Y se ha ido, el pobrecillo Willy, el pobrecillo Paddy Dignam.

Y doliente y con el corazón oprimido lloraba la extinción de ese fulgor del cielo.

El viejo Garryowen empezó a gruñir otra vez a Bloom, que daba vueltas por la puerta.

—Entre, venga, que no le come —dice el Ciudadano.

Conque Bloom se escurre adentro con sus ojos de besugo en el perro y le pregunta a Terry si estaba Martin Cunningham.

—Ah, Cristo MacKeown —dice Joe, leyendo una de las cartas—. Oíd ésta, ¿queréis?

Y empieza a leer una en voz alta:

7, Hunter Street, Liverpool

Al Sheriff Jefe de Dublín, Dublín.

Respetable señor deseo ofrecer mis serbicios en el lamentable caso susodicho yo aorqué a Joe Gann en la cárcel de Bootle el 12 de febrero de 1900 y yo aorqué...

—Enséñanos, Joe —digo yo.

—... al soldado Arthur Chace por el asesinato con agrabantes de Jessie Tilsit en la cárcel de Pentonville y fui alludante cuando...

—¡Jesús! —digo yo.

—... Billington egecuto al terrible asesino Toad Smith...

El Ciudadano echó mano a la carta.

—Espere un poco —dice Joe—: tengo una abilidad especial para poner el lazo que cuando se mete ya no se puede escapar esperando ser favorecido quedo, respetable señor, mis onorarios es cinco guineas.

H. Rumbold

Maestro Barbero

—Y un bárbaro con esas barbaridades es también ese barbero —dice el Ciudadano.

—Y qué garrapateos más sucios hace el desgraciado —dice Joe—. Ea, quítamelos de la vista, al demonio, Alf. Hola, Bloom —dice—, ¿qué va a tomar?

Así que empezaron a discutir la cosa, Bloom diciendo que no quería y no podía y que le excusara sin tomarlo a mal y todo eso y luego dijo bueno que tomaría un cigarro. Coño, es un tío prudente, no cabe duda.

—Danos uno de esos malolientes de primera, Terry —dice Joe.

Y Alf nos estaba contando que había un tío que había mandado una tarjeta de luto con el borde negro alrededor.

—Son todos barberos —dice—, que vienen de esa región tiznada, y ahorcarían a su padre por cinco pavos al contado y gastos de viaje.

Y nos contaba que hay dos tíos esperando abajo para tirarle de los talones cuando le dejan caer y estrangularle como es debido y luego cortan la cuerda en pedazos y venden los pedazos a unos pocos chelines por cabeza.

En la tierra oscura residen, los vengativos caballeros de la navaja de afeitar. Su mortal rollo de cuerda agarran: oh sí, y con él conducen al Erebo a cualquier ser humano que haya cometido acción de sangre pues de ninguna guisa lo he de sufrir así dijo el Señor.

Conque empiezan a hablar de la pena capital y naturalmente que Bloom sale con el porqué y el cómo y toda la cojonología del asunto y el viejo perro venga a olerle todo el tiempo que me han dicho que esos judíos tienen una especie de olor raro que echan para los perros a propósito de no sé qué efecto deterrente, y etcétera.

—Hay una cosa sobre la que no tiene efecto deterrente —dice Alf.

—¿Qué es? —dice Joe.

—El instrumento del pobre diablo que ahorcan —dice Alf.

—¿De veras? —dice Joe.

—Como que nos ve Dios —dice Alf—. Me lo contó el carcelero jefe que estaba en Kilmainham cuando ahorcaron a Joe Brady, el Invencible. Me dijo que cuando cortaron la cuerda después de dejarle caer, el instrumento seguía tieso como un asador delante de sus narices.

—La pasión dominante sigue siendo fuerte en la muerte —dice Joe—, como dijo alguien.

—Eso se puede explicar científicamente —dice Bloom—. Es sólo un fenómeno natural, comprenden, porque a causa de...

Y entonces empieza con sus trabalenguas sobre fenómeno y ciencia y este fenómeno y el otro fenómeno.

El distinguido científico Herr Professor Luitpold Blumenduft ofreció pruebas médicas demostrando que se podía calcular que la fractura instantánea de las vértebras cervicales y la consiguiente escisión de la médula espinal, conforme a las más acreditadas tradiciones de la ciencia médica, producirían inevitablemente en el sujeto humano un violento estímulo ganglionar de los centras nerviosos, dando lugar a que los poros de los corpora cavernosa se dilataran rápidamente de tal modo que se facilitaría instantáneamente el aflujo de la sangre a esa parte de la anatomía humana conocida como pene u órgano masculino, resultando en el fenómeno que los facultativos han denominado erección filo-progenitiva morbosa vertical-horizontal in articulo mortis per diminutionem capitis.

Así que claro el Ciudadano no esperaba más que esa consigna y empieza a darle al bla-bla a propósito de los Invencibles y la Vieja Guardia y los hombres del 67 y quién tiene miedo de hablar del 98, y Joe venga con él, a propósito de todos los tíos que fueron ahorcados, descuartizados y deportados por la causa en juicio sumarísimo y una nueva Irlanda y un nuevo esto y lo otro y lo de más allá. Hablando de nueva Irlanda, ya podía ir a buscarse un nuevo perro, de veras. Bicho costroso y comilón resoplando y olfateando por todas partes y rascándose la sarna y allá que va a Bob Doran que estaba invitando a Alf a una media pinta, a fastidiarle a ver qué puede sacar. Así que claro Bob Doran empieza a joder con estupideces con él:

—¡Dame la patita! ¡Dame la pata, perrito! ¡El viejo perrito, tan bueno! ¡Dame acá la pata! ¡Dame la patita!

¡Mierda! Al cuerno la pata que le pateaba, y Alf venga a tratar de sostenerle para que no se cayera de su jodido taburete encima del jodido perro viejo y venga de hablar de toda clase de majaderías sobre domesticar con bondad y el perro de raza y el perro inteligente: para vomitar. Luego empieza a rascar unos pocos pedazos de galleta vieja del fondo de una lata de Jacob que le dijo a Terry que trajera. Coño, se los engulló como unas botas viejas y con la lengua colgándole dos palmos. Casi se come la lata y todo, jodido chucho hambriento.

Y el Ciudadano y Bloom venga a discutir sobre el asunto, los hermanos Sheares y Wolfe Tone allá en Arbour Hill y Robert Emmet y morir por la patria, el toque de Tommy Moore a propósito de Sara Curran y ella está lejos del país. Y Bloom, por supuesto, con su cigarro de postín que tiraba de espaldas y su cara grasienta. ¡Fenómeno! El montón de manteca con que se casó él también es un buen fenómeno, de un trasero con una hendidura como un juego de la rana. En los tiempos en que estaban en el hotel City Arms Pisser Burke me dijo que había allí una vieja con un sobrino patas largas un poco chiflado y Bloom trataba de metérsela en el bolsillo bailándole el agua y jugando con ella a la brisca a ver si pescaba algo de la herencia y sin comer carne los viernes porque la vieja era una beata y venga de sacar de paseo al atontado. Y una vez le llevó a dar una vuelta por las tabernas de Dublín y, qué coño, no dijo ni pío hasta que él lo trajo a casa más borracho que una cuba y dijo que lo había hecho para enseñarle los perjuicios del alcohol y, qué diablos, por poco no le asan las tres mujeres, la vieja, la mujer de Bloom y la señora O’Dowd que llevaba el hotel. Joder, qué risa cuando Pisser Burke las imitaba cómo se le echaban encima y Bloom con su ¿pero no comprenden? y pero por otra parte. Y claro, lo más divertido es el que el atontado me dijeron que se iba luego a la tienda de Power el representante de bebidas, en la esquina de la calle Cope, y volvía a casa en coche sin poder ni andar cinco veces por semana después de haber hecho un recorrido por todo el muestrario del jodido establecimiento. ¡Fenómeno!

—A la memoria de los caídos —dice el Ciudadano levantando su vaso de media pinta y mirando a Bloom con ojos llameantes.

—Eso, eso —dice Joe.

—No comprende usted lo que quiero decir —dice Bloom—. Lo que quiero decir es...

—Sinn Fein! —dice el Ciudadano—. Sinn fein amhain! Los amigos que amamos están a nuestro lado y los enemigos que odiamos están frente a nosotros.

La postrera despedida fue emotiva en extremo. Desde los campanarios, cercanos y lejanos, el fúnebre doblar resonaba incesantemente mientras en torno al triste recinto retumbaba la fatídica amonestación de cien tambores destemplados puntuada por el cavernoso retumbar de los cañones de ordenanza. Los ensordecedores chasquidos del trueno y los deslumbrantes destellos del relámpago iluminando la espectral escena daban testimonio de que la artillería del cielo había prestado su pompa sobrenatural al ya horrendo espectáculo. Una lluvia torrencial se vertía desde las compuertas de los cielos iracundos sobre las cabezas descubiertas de la multitud allí congregada, que comprendía, según los cálculos más bajos, quinientas mil personas. Un destacamento de la policía Metropolitana de Dublín a las órdenes del comisario jefe en persona mantenía el orden en la vasta turba, para la cual la banda de viento y metal de la calle York amenizaba los intervalos ejecutando admirablemente en sus instrumentos con crespones negros la incomparable melodía que la quejumbrosa musa de Speranza nos ha hecho cara desde la cuna. Rápidos trenes especiales de excursión y carros de bancos almohadillados habían sido proporcionados para comodidad de nuestras parentelas campestres, de que había amplios contingentes. Causaron considerable diversión los cantores callejeros, favoritos de Dublín, L-n-h-n y M-ll-g-n, que cantaron La noche antes de que Larry estirase la pata con su acostumbrado estilo regocijante. Nuestros dos inimitables excéntricos hicieron un excelente negocio vendiendo ejemplares de la letra entre aficionados al elemento cómico y nadie que tenga un hueco en su corazón para la auténtica diversión irlandesa sin vulgaridad les verá con malos ojos esos peniques laboriosamente ganados. Los niños del Hospicio de Niños y Niñas Huérfanos agolpados en las ventanas que dominaban la escena fueron deleitados por esa inesperada adición a los entretenimientos del día: a una palabra de elogio son acreedoras las Hermanitas de los Pobres por su excelente idea de proporcionar a los pobres niños sin padre ni madre un recreo verdaderamente instructivo. Los invitados de los virreyes, que incluían muchas damas bien conocidas, fueron guiados por Sus Excelencias a los lugares más favorables de la tribuna de honor mientras la pintoresca delegación extranjera, denominada Amigos de la Isla de Esmeralda, quedó acomodada en una tribuna exactamente enfrente. La delegación, presente en su integridad, consistía en el Commendatore Bacibaci Beninobenone (el semiparalítico decano del grupo, a quien hubo que ayudar a sentarse en su puesto mediante una poderosa grúa de vapor), Monsieur Pierrepaul Petitépatant, el Grancuco Vladimiro Sparragof, el Archicuco Leopold Rudolph von Schwanzenbad-Hodenthaler, la Condesa Marha Virága Kisászony Putrápeshti, Hiram Y. Bomboost, Conde Athánatos Karamelópulos, Alí Babá Bakchich Rahat Lokum Effendi, Señor Hidalgo Caballero Don Pecadillo Palabras y Paternóster de la Malahora de la Malaria, Hokopoko Harakiri, Hi Hung Chang, Olaf Kobberkedelsen, Mynheer Trik van Trumps, Pan Poleaxe Paddyriski, Goosepond Přhklšř Kratchinabritchisitch, Herr Hurhausdirektorpräsident Hans Chuechli-Steuerli, Nazional-gymnasium-museum-sanatorium-und-suspensorium-sordinar-privatdozent-general-histori-espezial-professor-doktor Kriegfried Ueberallgemein. Todas las delegaciones sin excepción se expresaron en los más enérgicos y heterogéneos términos posibles en referencia a la innombrable barbaridad que se les había llamado a presenciar. Un vivo altercado (en que todos tomaron parte) tuvo lugar entre los Amigos de la Isla de Esmeralda en cuanto a si el ocho o el nueve de marzo era la fecha correcta del nacimiento del santo patrón de Irlanda. En el curso de la discusión se recurrió al uso de las bolas de cañón, paraguas, catapultas, rompecabezas, sacos de arena y lingotes de hierro dulce, intercambiándose golpes en abundancia. La mascota de la policía, McFadden, a quien se convocó desde Booterstown por mensajero especial, restableció rápidamente el orden y con fulgurante prontitud propuso el diecisiete del mes como solución equitativamente honrosa para ambas partes contendientes. La sugerencia del ingenioso gigantón sedujo inmediatamente a todos y se aceptó por unanimidad. El agente McFadden fue cordialmente felicitado por todos los A. D. L. I. D. E., algunos de los cuales sangraban profusamente. Habiendo sido extraído de debajo de la silla presidencial el Commendatore Beninobenone, su asesor legal Avvocato Pagamimi explicó que los diversos artículos ocultos en sus treinta y dos bolsillos habían sido extraídos por él durante la refriega de los bolsillos de sus colegas más jóvenes con la esperanza de restituirles a su juicio. Los objetos (que incluían varios centenares de relojes de oro y plata de señora y caballero) fueron restituidos prontamente a sus legítimos poseedores y reinó sin discusión una armonía general.

Tranquilamente, sin presunción, Rumbold subió los escalones del patíbulo en impecable traje de luto y llevando en el ojal su flor predilecta, el Gladiolus cruentus. Anunció su presencia mediante esa suave tos rumboldiana que tantos han intentado (sin éxito) imitar: breve, meticulosa y, no obstante, tan característica de tal personaje. La llegada de ese verdugo de fama mundial fue saludada por un rugido de aclamación de la vasta concurrencia, agitando los pañuelos las damas del séquito virreinal mientras los aún más excitables delegados extranjeros aclamaban vociferantes en una algarabía de gritos, hoch, banzai, eljen, zivio, chinchin, polla kronia, hip-hip, vive, Allah, entre la cual se distinguía fácilmente el resonante evviva del delegado del país del canto (con un fa sobreagudo que recordaba las deliciosas notas penetrantes con que el eunuco Catalani embelesó a nuestras tatarabuelas). Eran exactamente las diecisiete en punto. Se dio entonces prontamente por megáfono la señal de la oración y en un momento todas las cabezas quedaron descubiertas, siéndole retirado al commendatore su sombrero patriarcal, en posesión de su familia desde la revolución de Rienzi, por su consejero médico acompañante, Doctor Pippi. El docto prelado que administraba los últimos consuelos de la santa religión al heroico mártir en trance de sufrir la pena de muerte, se arrodilló con el más cristiano espíritu en un charco de agua de lluvia, con la sotana sobre su canosa cabeza, y elevó al trono de la gracia fervientes plegarias de súplica. Al lado mismo del tajo se erguía la sombría figura del ejecutor, quedando oculto su rostro por una olla de diez galones con dos aberturas circulares perforadas a través de las cuales refulgían furiosamente sus ojos. En espera de la fatídica señal, probaba el filo de su horrible arma suavizándolo en su atezado antebrazo o decapitando en rápida sucesión un rebaño de ovejas proporcionado por los admiradores de su cruel pero necesario cargo. En una elegante mesa de caoba, cerca de él, estaban dispuestos en orden el cuchillo de descuartizar, los diversos instrumentos de fino temple para el destripado (proporcionados especialmente por la mundialmente famosa firma de cuchillería John Round e Hijos, Sheffield), una cazuela de barro para la recepción del duodeno, colon, intestino ciego, apéndice, etc., una vez extraídos con éxito, y dos amplias cacharras de leche destinadas a recibir la preciosísima sangre de la preciosísima víctima. El mayordomo general del Hogar Asociado para Gatos y Perros estaba presente para trasladar esas vasijas, una vez llenas, a dicha institución de beneficencia. Una excelente comida, consistente en huevos con tajadas de tocino, filete frito con cebollas, en su punto exacto, deliciosos panecillos calientes y reconfortante té, había sido proporcionada por la consideración de las autoridades para su consumo por parte de la figura central de la tragedia, quien se hallaba de un ánimo excelente durante los preparativos para la muerte y manifestó el más agudo interés por las operaciones desde el principio hasta el final, pero, con abnegación rara en estos nuestros tiempos, se puso noblemente a la altura de las circunstancias y expresó su deseo final (inmediatamente otorgado) de que la comida se dividiera en partes alícuotas entre los miembros de la Asociación de Enfermos e Indigentes a Domicilio, como muestra de su consideración y estima. El nec y non plus ultra de la emoción se alcanzó cuando la ruborosa prometida se abrió paso bruscamente entre las apretadas filas de los circunstantes y se lanzó sobre el musculoso pecho de aquel que por su amor estaba a punto de ser lanzado a la eternidad. El héroe envolvió su figura de sauce en un amoroso abrazo murmurando tiernamente Sheila, amor mío. Estimulada por ese uso de su nombre de pila ella besó apasionadamente las diversas zonas apropiadas de la persona de él que las decencias del ropaje de la prisión permitían a su ardor alcanzar. Ella le juró, mientras mezclaban los salados ríos de sus lágrimas, que sin ninguna duda conservaría tiernamente su memoria, y que jamás olvidaría a su joven héroe que iba a la muerte con una canción en los labios como si fuese a un partido de hockey en el parque de Clonturk. Ella le hizo recordar los felices días de venturosa infancia, juntos en las orillas de Anna Liffey, cuando se habían entregado a los inocentes pasatiempos de la primera edad, y olvidando el terrible presente, ambos rieron de todo corazón, uniéndose todos los espectadores, incluido el venerable pastor, al júbilo general. El inmenso público se convulsionó verdaderamente de deleite. Pero al punto ellos se sintieron abrumados de dolor y entrelazaron las manos por última vez. Un nuevo torrente de lágrimas brotó de sus conductos lacrimales y la vasta concurrencia de gente, tocada en lo más hondo del corazón, prorrumpió en desgarradores sollozos, no siendo el menos afectado el propio anciano prebendado. Hombres grandes y forzudos, agentes de vigilancia y joviales gigantes de la Policía Real de Irlanda, hacían amplio uso de sus pañuelos, y no es arriesgado decir que no había unos ojos secos en aquella multitud sin precedentes. Un incidente muy romántico tuvo lugar cuando un joven y apuesto graduado de Oxford, famoso por su caballerosidad hacia el bello sexo, se adelantó y, presentando su tarjeta de visita, su talonario de cheques y su árbol genealógico, solicitó la mano de la desdichada damita, pidiéndole que fijara la fecha de la boda, y fue aceptado allí mismo. Todas las señoras del público fueron obsequiadas con un bello recuerdo del acto en forma de un broche con calavera y tibias cruzadas, oportuna y generosa iniciativa que provocó un nuevo acceso de emoción: y cuando el galante joven oxfordiano (portador, dicho sea de paso, de uno de los apellidos más aquilatados por el tiempo que haya en la historia de Albión) puso en el dedo de su ruborosa fiancée un precioso anillo de prometida con esmeraldas montadas en forma de trébol de cuatro hojas, la excitación no conoció límites. Sí, incluso el severo jefe de la gendarmería, teniente coronel Tomkin-Maxwell ffrenchmullan Tomlinson, que presidía la triste solemnidad, aunque había hecho volar a un considerable número de cipayos de la boca del cañón sin sentir vacilaciones, no pudo ahora contener su natural emoción. Con su guantelete de malla de hierro se enjugó una furtiva lágrima y los privilegiados ciudadanos que estaban casualmente en su inmediata cercanía le oyeron decir para sí en vacilante voz baja:

—Qué coño, no te mata esa fresca de putilla asquerosa. Qué coño, casi me dan ganas de llorar, joder que sí, cuando la veo, porque me recuerda a mi vieja vaca allá en Limehouse.

Así que entonces el Ciudadano empieza a hablar de la lengua irlandesa y la reunión del consejo municipal y todo lo demás y los anglófilos que no saben hablar su propia lengua y Joe metiendo baza porque le ha dado a alguien un sablazo de una guinea y Bloom metiendo la jeta con el caruncho de dos peniques que le había sacado a Joe y venga a hablar de la liga gaélica y de la liga contra convidar a beber y la bebida, la maldición de Irlanda. Contra los que convidan a beber, ése es el asunto. Coño, él te dejaría que le echaras toda clase de bebida por el gaznate adentro hasta que el Señor se lo llevara al otro barrio, pero ni por esas te enseñaría la espuma de una cerveza. Y una noche fui yo con un amigo a una de esas veladas musicales que tienen, canto y baile, con lo de Allá podía tumbarse en el heno Mi querida Maureen al sereno, y había un tipo con una insignia con la cinta azul de los abstemios, que andaba chamullando irlandés, y un montón de guapas vestidas de irlandesas que iban por ahí con bebidas no alcohólicas y vendiendo medallas y naranjas y limonada y unos cuantos vejestorios secos, coño, qué porquería de diversión, mejor no hablar. Y entonces un viejo empieza a soplar la gaita y todos aquellos imbéciles venga a restregar los pies al son con que se murió la vaca vieja. Y uno o dos de esos celestiales echando el ojo por ahí no fuera a haber algo con las hembras, golpes bajos y eso.

Así que conque, como iba diciendo, el viejo perro al ver que la lata estaba vacía empieza a husmear alrededor de Joe y de mí. Ya le domesticaría yo con bondad, ya lo creo, si fuera mi perro. Le daría de vez en cuando una buena patada como para que no se pudiera sentar.

—¿Tiene miedo de que le muerda? —dice el Ciudadano, con una mueca.

—No —digo yo—. Pero podría tomar mi pierna por un farol.

Así que él llama para allá al perro.

—¿Qué te pasa, Garry? —dice.

Entonces empieza a tirar de él y a darle metidas y a hablarle en irlandés y el viejo chucho venga a gruñir, haciendo su papel, como en un dúo en la ópera. Entre los dos armaban unos gruñidos como no se han oído jamás. Alguien que no tuviera cosa mejor que hacer debería escribir una carta a los periódicos pro bono público sobre el reglamento de los bozales para perros como ése. Gruñendo y rugiendo y los ojos todos inyectados de sangre de la sed que tiene y la hidrofobia chorreándole de las quijadas.

Todos aquellos que estén interesados en la difusión de la cultura humana entre los animales inferiores (y su nombre es legión) deberían considerar un deber no perderse la realmente maravillosa exhibición de cinantropía ofrecida por el famoso setter perro-lobo irlandés rojo anteriormente conocido por el alias Garryowen y recientemente rebautizado Owen Garry por su amplio círculo de amigos y conocidos. La exhibición, que es resultado de años de entrenamiento por la bondad y por un sistema alimenticio cuidadosamente establecido, comprende, entre otros logros, la recitación de poesía. Nuestro mayor experto en fonética hoy viviente (¡por nada del mundo nos dejaríamos arrancar su nombre!) no ha perdonado esfuerzo para dilucidar y comparar las poesías recitadas y ha hallado que ostentan una semejanza impresionante (la cursiva es nuestra) con los ranns de los antiguos bardos celtas. No nos extenderemos tanto en esas deliciosas canciones de amor con que el escritor que oculta su identidad bajo el gracioso pseudónimo Dulce Ramita ha familiarizado al mundo de los amigos del libro, cuanto más bien (según subraya un colaborador; D. O. C., en un interesante comunicado publicado por un colega vespertino) en la nota más áspera y personal que cabe hallar en las efusiones satíricas del famoso Raftery y de Donald MacConsidine, para no hablar de un lírico más moderno actualmente muy presente a la atención del público. Ofrecemos una muestra que ha sido traducida al inglés por un eminente erudito cuyo nombre, por el momento, no nos sentimos libres para revelar, aunque creemos que nuestros lectores encontrarán que las alusiones locales son algo más que un indicio. El sistema métrico del original canino, que en sus intrincadas reglas aliterativas e isosilábicas hace pensar en el englyn galés, es infinitamente más complicado, pero creemos que nuestros lectores estarán de acuerdo en que el espíritu está bien captado. Quizá debería añadirse que el efecto se acrecienta considerablemente si se pronuncian los versos de Owen de modo algo lento e indistinto, en tono que sugiera un rencor reprimido.

Maldición de maldiciones

siete veces por semana

y siete jueves en seco

caigan sobre Barney Kiernan,

que no me da un poco de agua

que me refresque el valor

y estas tripas que me rugen

por zamparle el bofe a Lowry.

Así que le dijo a Terry que le trajera un poco de agua al perro y, coño, se le oía lamer a una milla. Y Joe le preguntó si tomaba otro.

—Muy bien —dice él—, a chara, para que se vea que no hay mal ánimo.

Coño, no es tan tonto como parece con esa cara de col. Arrastrando el culo de una taberna en otra, dejándolo a tu honor, con el perro del viejo Giltrap y zampando a costa de los contribuyentes. Diversión para el hombre y el animal. Y dice Joe:

—¿Se animaría con otra pinta?

—¿Sabría nadar un pato? —digo yo.

—Lo mismo otra vez, Terry —dice Joe—. ¿Seguro que no quiere tomar nada a modo de refrigerio liquido? —dice.

—No, gracias —dice Bloom—. En realidad, sólo quería encontrar a Martin Cunningham, comprenden, por lo del seguro del pobre Dignam. Ya ven, él, Dignam, quiero decir, no mandó dentro del plazo ninguna notificación de la hipoteca sobre la póliza a la compañía, y según los términos estrictos, el acreedor hipotecario no tiene derechos sobre la póliza.

—Demonios —dice Joe, riendo—, sería bueno que el viejo Shylock se quedase sin nada. ¿Así es la mujer la que sale ganando, no?

—Bueno, ese es un asunto para los admiradores de la mujer.

—¿Los admiradores de quién? —dice Joe.

—Los asesores de la mujer, mejor dicho —dice Bloom.

Entonces, todo enredado, empieza a armar un lío sobre la hipoteca conforme a la ley igual que si fuera el Lord Canciller sentenciando en el tribunal y los beneficios de la viuda y que se establece un fideicomiso pero por otra parte que Dignam le debía el dinero a Bridgeman y si ahora la mujer o la viuda ponía en tela de juicio el derecho del acreedor hipotecario hasta que casi me estallaba la cabeza con su acreedor hipotecario conforme a la ley. Él estaba bien a salvo, que no se había pillado los dedos él mismo conforme a la ley esta vez con antecedentes judiciales sin domicilio conocido sólo que tenía un amigo en el tribunal. Vendiendo billetes para una tómbola o como se llame una lotería con autorización de la Corona de Hungría. Tan verdad como que estamos aquí. ¡Vete a fiar de un israelita! Robo con autorización de la Corona de Hungría.

Así que Doran viene tambaleándose por ahí a pedir a Bloom que le dijera a la señora Dignam que la acompañaba en el sentimiento y que le dijera que lo decía él y todos los que le conocieron decían que nunca hubo nadie tan de verdad y tan bueno como el pobrecillo Willy que se ha muerto, que se lo dijera. Atragantándose de estupideces jodidas. Y dándole la mano a Bloom y haciendo el trágico para que se lo dijera a ella. Venga esa mano, hermano. Tú eres un granuja y yo soy otro que tal.

—Permítame —dijo—, sobre la base de nuestro conocimiento que, por superficial que parezca si se juzga por el patrón del simple tiempo, está fundado, según creo y espero, en un sentimiento de mutua estimación, tomarme la libertad de solicitar de usted este favor. Pero, en el caso de que haya transgredido los límites de la debida reserva, permita que la sinceridad de mis sentimientos sirva de excusa para mi atrevimiento.

—No —replicó el otro—, aprecio plenamente los motivos que orientan su conducta y pondré en ejecución la misión que usted me confía, reconfortado con la reflexión de que, aunque el mensaje sea penoso, esta prueba de su confianza endulza de alguna manera la amargura del cáliz.

—Entonces permítame estrechar su mano —dijo él—. La bondad de su corazón, estoy seguro, le dictará mejor que mis inadecuadas palabras las expresiones que resulten más apropiadas para transmitir una emoción cuya intensidad, si hubiera de dar salida a mis sentimientos, me privaría incluso del habla.

Y allá que se va afuera tratando de andar derecho. Borracho a las cinco. Una noche por poco no le meten en chirona si no es porque Paddy Leonard conocía al guardia, 14 A. Estaba que ni veía en una tasca en la calle Bride después de la hora de cerrar, jodiendo con dos guarras y el chulo de guardia, y bebiendo cerveza en tazas de té. Y él haciéndose el francés con las dos guarras, Joseph Manuo, y hablando contra la religión católica y él que era monaguillo en la iglesia de Adán y Eva cuando era pequeño con los ojos cerrados quién escribió el nuevo testamento y el antiguo testamento y abrazándolas y metiendo mano. Y las dos guarras muertas de risa, vaciándole los bolsillos al jodido imbécil y él vertiendo la cerveza por toda la cama y las dos guarras chillando y riendo entre ellas. ¿Qué tal está tu testamento? ¿Tienes un antiguo testamento? Si no es que Paddy pasaba por allí, no te digo. Y luego verle el domingo con esa concubina de su mujercita, y ella contoneándose por el pasillo de la iglesia, con botas de charol, nada menos, y sus violetas, hecha una monada, una verdadera señora. La hermana de Jack Mooney. Y la vieja puta de la madre alquilando habitaciones a parejas de la calle. Coño, Jack le metió en un puño. Le dijo que si no arreglaba el asunto, le ponía las tripas al aire.

Así que Terry trajo las tres pintas.

—Aquí tienen —dice Joe, haciendo los honores—. Ea, Ciudadano.

—Slan leat —dice él.

—Buena suerte, Joe —digo yo—. A su salud, Ciudadano.

Coño, ya tenía la nariz dentro del vaso. Hace falta un dineral para que no tenga sed.

—¿Quién es el tío largo que se presenta para alcalde, Alf? —dice Joe.

—Un amigo tuyo —dice Alf.

—¿Nannan? —dice Joe—. ¿El concejal?

—No quiero dar nombres —dice Alf.

—Ya me lo suponía —dice Joe—. Le vi hace poco en esa reunión con William Field, el diputado, con los tratantes de ganado.

—El peludo Iopas —dice el Ciudadano—, ese volcán en erupción, el predilecto de todos los países y el ídolo del suyo.

Conque Joe empieza a contar al Ciudadano lo de la glosopeda y los tratantes de ganado y lo de emprender una acción sobre el asunto y el Ciudadano les manda a todos al cuerno y Bloom sale con su baño para la sarna de las ovejas y un jarabe para la tos de los terneros y un remedio garantizado para la glositis bovina. Todo porque estuvo una temporada con un matarife. Andando por ahí con su cuaderno y lápiz la cabeza por delante y los talones atrás hasta que Joe Cuffe le dio la patada porque se insolentó con un ganadero. El señor Sabelotodo. Enséñale a tu abuela a ordeñar patos. Pisser Burke me contaba que en el hotel su mujer a veces se ponía hecha un mar de lágrimas con la señora O’Dowd que también lloraba a moco y baba con todo su colchón de grasa encima. No podía ella soltarse los malditos cordones del corsé sin que el viejo ojos de besugo le danzara alrededor enseñándole cómo se hacía. ¿Qué programa tienes hoy? Eso. Métodos humanitarios. Porque los pobres animales sufren y los expertos dicen y el mejor remedio conocido que no causa dolor al animal y administrarlo suavemente en la parte afectada. Coño, qué mano suave tendría debajo de una gallina.

Co Co Coroc. Cluc Cluc Cluc. La negra Liz es nuestra gallinita. Pone huevos para nosotros. Cuando pone el huevo está muy contenta. Coroc. Cluc Cluc Cluc. Entonces viene el buen tío Leo. Mete la mano debajo de la negra Liz y saca el huevo reciente. Co co co co Coroc. Cluc Cluc Cluc.

—De todos modos —dice Joe—, Field y Nannetti se marchan esta noche a Londres a hacer una interpelación sobre eso en la sesión de la Cámara de los Comunes.

—¿Está seguro —dice Bloom— de que va el concejal? Quería verle, da la casualidad.

—Bueno, se va en el barco correo —dice Joe—, esta noche.

—Cuánto lo siento —dice Bloom—. Necesitaba especialmente. Quizá sólo vaya el señor Field. No pude hablar por teléfono. No. ¿Está usted seguro?

—Nannan va también —dice Toe—. La Liga le dijo que hiciera una pregunta mañana sobre el comisario de policía que prohíbe los juegos irlandeses en el parque. ¿A usted qué le parece eso, Ciudadano? El Sluagh na h-Eireann.

Sr. Vaca Conacre (Multifarnham, Nac.): En relación con la interpelación de mi honorable amigo, el diputado por Shillelagh, ¿puedo preguntar a su honorable señoría si el Gobierno ha dado órdenes de que esos animales sean sacrificados aun no habiéndose presentado ningún informe médico sobre sus condiciones patológicas?

Sr. Cuatropatas (Tamoshant, Conc.): Los honorables diputados ya están en posesión de los informes presentados ante un comité de la totalidad de la cámara. No creo poder añadir nada interesante sobre este respecto. La respuesta a la pregunta del honorable diputado es afirmativa.

Sr. Orelli (Montenotte, Nac.): ¿Se han dado análogas órdenes para el sacrificio de los animales humanos que se atrevan a jugar juegos irlandeses en el parque Phoenix?

Sr. Cuatropatas: La respuesta es negativa.

Sr. Vaca Conacre: ¿El famoso telegrama del honorable diputado desde Mitchelstown ha inspirado la política de los caballeros del banco gubernamental? (¡Oh! ¡Oh!)

Sr. Cuatropatas: No he recibido nota de esa interpelación.

Sr. Bromapesada (Buncombe, Ind.): No vacilen en disparar. (Aplausos irónicos de la oposición.)

El presidente: ¡Orden! ¡Orden! (Se levanta la sesión. Aplausos.)

—Aquí está el hombre —dice Joe— que ha producido el resurgimiento de los deportes gaélicos. Aquí está sentado. El hombre que hizo escapar a James Stephens. El campeón de toda Irlanda en el lanzamiento del peso de dieciséis libras. ¿Cuál fue su mejor lanzamiento, Ciudadano?

—Na bacleis —dice el Ciudadano, haciéndose el modesto—. Hubo un tiempo en que yo era tan bueno como el mejor, de todos modos.

—Choque esa, Ciudadano —dice Joe—. Sí que lo era y mucho mejor.

—¿De veras? —dice Alf.

—Sí —dice Bloom—. Es bien sabido. ¿No lo sabe usted?

Conque allá que arrancaron con el deporte irlandés y los juegos anglófilos como el tenis, y lo del hockey irlandés y el lanzamiento del peso y el sabor de la tierruca y edificar una nación una vez más y todo eso. Y claro que Bloom tuvo que decir lo suyo también sobre que si uno tiene el corazón deformado el ejercicio violento es malo. Por lo más sagrado, que si uno recogiera una paja del jodido suelo y le dijera a Bloom: Mira, Bloom. ¿Ves esta paja? Esto es una paja, lo aseguro por mi abuela que sería capaz de hablar de eso durante una hora seguida sin acabar el tema.

Una interesantísima discusión tuvo lugar en el vetusto local de Brian O’Ciarnain’s en Sraid na Bretaine Bheag, bajo los auspicios del Sluagh na h-Eireann, sobre el resurgimiento de los antiguos deportes irlandeses y la importancia de la cultura física, tal como se entendía en la antigua Roma y en la antigua Irlanda, para el desarrollo de la raza. El venerable presidente de esa noble orden presidía la sesión y la concurrencia era de notables dimensiones. Después de un instructivo discurso del presidente, magnífica pieza de oratoria pronunciada con elocuencia y energía, tuvo lugar una interesante e instructiva discusión, del acostumbrado alto nivel de excelencia, en cuanto a la deseabilidad de la resurgibilidad de los antiguos juegos y deportes de nuestros antiguos antepasados pancélticos. El conocidísimo y altamente respetado defensor de la causa de nuestra antigua lengua, señor Joseph MacCarthy Hynes, hizo una elocuente apelación en favor de la resurrección de los antiguos deportes y pasatiempos gaélicos, practicados mañana y tarde por Finn MacCool, en cuanto que apropiados para revivir las mejores tradiciones de energía y fuerza viril que nos han transmitido las épocas antiguas. L. Bloom, recibido con una mezcla de aplauso y siseos, adoptó la posición negativa, tras de lo cual el canoro presidente llevó a su término la discusión, en respuesta a repetidas solicitudes y cordiales aplausos desde todas partes de la rebosante sala, mediante una interpretación notablemente señalada de las nunca marchitadas estrofas del inmortal Thomas Osborne Davis (por fortuna de sobra familiares para necesitar ser recordadas aquí) De nuevo una nación, en cuya ejecución el veterano campeón del patriotismo cabe decir sin miedo a contradicción que se superó a sí mismo en excelencia. El Caruso-Garibaldi irlandés estaba en forma superlativa y sus notas estentóreas se oyeron del modo más ventajoso en el ancestral himno, cantado como sólo nuestro ciudadano puede cantarlo. Su soberbia excelencia vocal, que con su supercalidad realzó grandemente su reputación ya internacional, fue ruidosamente aplaudida por el numeroso público, entre el cual se advertían muchos miembros prominentes del clero, así como representantes de la prensa y del foro y de otras doctas profesiones. La sesión terminó entonces.

Entre los miembros del clero allí presentes estaban el Revmo. William Delany, S. J., L. L. D.; el Muy Rvdo. Gerald Molloy, D. D.; el Rev. P. J. Kavanagh, C. S. Sp.; el Rev. T. Waters, C. C.; el Rev. John M. Ivers, P. P.; el Rev. P. J. Cleary, O. S. F.; el Rev. L. J. Hickey, O. P.; el Revmo. Fr. Nicholas, O. S. F. C.; el Revmo. B. Gorman, O. D. C.; el Rev. T. Maher, S. J.; el Revmo. James Murphy, S. J.; el Rev. John Lavery, V. F.; el Revmo. William Doherty, D. D.; el Rev. Peter Fagan, O. M.; el Rev. T. Brangan, O. S. A.; el Rev. J. Flavin, C. C.; el Rev. M. A. Hackett, C. C.; el Rev. W. Hurley, C. C.; el Muy Rev. Mons. MacManus, V. G.; el Rev. B. R. Slattery, O. M. I.; el Revmo. M. D. Scally, P. P.; el Rev. F. T. Purcell, O. P.; el Revmo. Canónigo Timothy Gorman, P. P.; el Rev. J. Flanagan, C. C. Entre los seglares estaban P. Fay, T. Quirke, etc., etc.

—Hablando de ejercicio violento —dice Alf—, ¿estuvieron en ese encuentro Keogh-Bennett?

—No —dice Joe.

—He oído decir que ese, como-se-llame, sacó su buen centenar de guineas con él —dice Alf.

—¿Quién? ¿Blazes? —dice Joe.

Y dice Bloom:

—Lo que quiero decir con el tenis, por ejemplo, es la agilidad y el entrenamiento de la vista.

—Eso, Blazes —dice Alf—. Hizo correr por ahí que Myler estaba dado a la cerveza, para hacer subir las apuestas, y el otro mientras tanto entrenándose.

—Ya le conocemos —dijo el Ciudadano—. El hijo del traidor. Sabemos cómo le entró oro inglés en el bolsillo.

—Muy bien dicho —dice Joe.

Y Bloom vuelve a intervenir con el tenis y la circulación de la sangre, preguntando a Alf:

—¿No le parece verdad, Bergan?

—Myler le hizo morder el polvo —dice Alf—. Heenan y Sayers no hicieron más que tontear, en comparación con eso. Le dio una paliza de no te menees. Había que ver a ese pequeñajo que no le llegaba al ombligo y el tío grande tirando directos. Vaya, le dio un golpe final en el vacío. Se lo hizo comer, el reglamento de Queensberry y todo.

Fue un encuentro histórico y grandioso, en el que se había anunciado que Myler y Percy se calzarían los guantes por una bolsa de cincuenta libras. Aun estando en desventaja por falta de peso, el corderillo predilecto de Dublín lo compensó con su habilidad superlativa en el arte pugilístico. La traca final fue una dura prueba para ambos campeones. El sargento mayor, peso welter, había dejado correr su poco de tinto en el precedente cuerpo a cuerpo en que Keogh cobró toda clase de derechazos e izquierdazos, mientras el artillero se trabajaba a fondo la nariz del predilecto, y Myler salía con cara de grogui. El soldado se puso a la tarea arrancando con un poderoso disparo con la izquierda a que el gladiador irlandés contraatacó disparando un directo muy bien apuntado a la mandíbula de Bennett. El casaca-roja se agachó pero el dublinés le levantó con un gancho con la izquierda, con enérgico trabajo sobre el cuerpo. Los hombres se agarraron de cerca. Myler rápidamente entró en acción dominando a su enemigo, hasta acabar el round con el más corpulento en las cuerdas, bajo el castigo de Myler. El inglés, con el ojo derecho casi cerrado, se refugió en su rincón, donde fue abundantemente empapado en agua y, cuando sonó el gong, salió animoso y rebosante de empuje, confiado en noquear al púgil eblanita en un periquete. Fue una pelea a fondo para no dejar más que al mejor. Los dos luchaban como tigres mientras subía la fiebre de la emoción. El árbitro amonestó dos veces a Percy el Pegador por agarrar, pero el predilecto era astuto y su juego de pies era cosa de ver. Después de un vivo intercambio de cortesías en que un seco uppercut del militar sacó abundante sangre a la boca de su adversario, el corderito se desencadenó entero sobre su enemigo colocando una tremenda izquierda en el estómago de Bennett el Batallador, dejándolo tumbado. Era un K.O. limpio y claro. Entre tensa expectación, le estaban contando al pegador de Portobello cuando el segundo de Bennett, Ole Pfotts Wettstein, tiró la toalla, y el muchacho de Santry fue declarado vencedor entre los frenéticos clamores del público, que irrumpió entre las cuerdas del ring y casi le linchó de entusiasmo.

—Ése sabe dónde le aprieta el zapato —dice Alf—. He oído decir que está organizando una gira de conciertos ahora, por el norte.

—Eso es —dice Joe—, ¿no es verdad?

—¿Quién? —dice Bloom—. Ah sí. Es verdad. Sí, una especie de gira de verano, ya comprenden. Sólo una vacación.

—La señora B. es la estrella más importante, ¿no? —dice Joe.

—¿Mi mujer? —dice Bloom—. Sí que canta, sí. Creo que será un éxito, además. Él es un organizador excelente. Excelente.

Oh oh, qué diablos me digo yo digo. Ahí está la madre del cordero, ahí está el quid. Blazes va a tocar su número de flauta. Gira de conciertos. El hijo del sucio Dan, el intermediario de Island Bridge, el que vendió dos veces los mismos caballos al gobierno para la guerra de los bóers. El viejo Quequé. Vengo por lo del impuesto de los pobres y del agua, señor Boylan. ¿Que qué? El impuesto del agua, señor Boylan. ¿Que qué? Ése es el jodido que te la va a organizar a ella, puedes estar tranquilo. Entre nosotros nada más, Nicolás.

Orgullo de la rocosa montaña de Calpe, la hija de Tweedy, la de cabellera corvina. Allá se crio ella hasta alcanzar impar belleza, donde almendro y caqui aroman el aire. Los jardines de la Alameda conocieron su paso: los olivares la conocían y se inclinaban. La casta esposa de Leopoldo ella es: Marion la de los generosos senos.

Y he aquí que en esto entró uno del clan de los O’Molloy, un apuesto héroe de rostro blanco si bien un poco encendido, consejero de Su Majestad, versado en leyes, y con él el príncipe y heredero del noble linaje de los Lambert.

—Hola, Ned.

—Hola, Alf.

—Hola, Jack.

—Hola, Joe.

—Dios les guarde —dice el Ciudadano.

—Igualmente a ustedes —dice J. J.—. ¿Qué va a ser, Ned?

—Una media —dice Ned.

Así que J. J. pidió las bebidas.

—¿Se ha dado una vuelta por el juzgado? —dice Joe.

—Sí —dice J. J.—. Ya arreglará eso, Ned, dice él.

—Ojalá —dice Ned.

Bueno ¿en qué andaban esos dos? J. J. le hace quitar de la lista de los jurados y el otro le echa una mano para sacarle de líos. Con su nombre en el Stubbs. Jugando a las cartas, codeándose con señorones de postín, de cristal en el ojo, bebiendo champán, y a todo esto medio ahogado en embargos y notificaciones. Empeñando el reloj de oro en Cummins, en la calle Francis, donde nadie le conoce, en la trastienda, cuando yo estaba allí con Pisser, que desempeñaba las botas. ¿Cómo se llama usted, caballero? Licky, dice él. Sí, y liquidado. Coño, un día de éstos va acabar a la sombra, me parece.

—¿Has visto por aquí a ese maldito loco de Breen? —dice Alf—. V. E. ve.

—Sí —dice J. J.—. Buscando un detective privado.

—Eso —dice Ned— y quería ir, por las buenas o por las malas, a dirigirse al tribunal si no es porque Corny Kelleher le paró los pies diciéndole que primero buscara un perito para examinar la letra.

—Diez mil libras —dice Alf riendo—. Caray, daría cualquier cosa por oírle delante de un juez y un jurado.

—¿Has sido tú, Alf? —dice Joe—. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, en nombre de Jimmy Johnson.

—¿Yo? —dice Alf—. No levantes calumnias contra mi nombre.

—Cualquier declaración que hagas —dice Joe— se hará constar en las pruebas contra ti.

—Claro que cabría una acción legal —dice J. J.—. Suponiendo que no sea compos mentis. V. E.: ve.

—¡Qué cuerno de compos! —dice Alf, riendo—. ¿No sabe que está chiflado? Mírenle la cabeza. ¿No saben que algunas mañanas se tiene que meter el sombrero con calzador?

—Sí —dice J. J.—, pero la verdad de una injuria no es excusa para una acusación por publicarla, a ojos de la ley.

—Ja, ja, Alf —dice Joe.

—Sin embargo —dice Bloom— en atención a esa pobre mujer, quiero decir, a su mujer...

—Hay que compadecerla —dice el Ciudadano—. Y a todas las mujeres que se casan con un medio medio.

—¿Cómo medio medio? —dice Bloom—. ¿Quiere decir que...?

—Quiero decir medio medio —dice el Ciudadano—. Un tipo que no es ni carne ni pescado.

—Ni mojama —dice Joe.

—Eso es lo que quiero decir —dice el Ciudadano—. Un desgraciado, ya me entienden.

Coño, ya vi que se iba a armar lío. Y Bloom explicó que quería decir que era terrible para la mujer tener que ir por ahí detrás de ese viejo loco balbuceante. Una verdadera perrería dejar a aquel pobre miserable Breen a la intemperie con la barba en la boca, a ver si llueve. Y ella con la nariz tiesa después que se casó con él porque un primo de ese viejo le abría el banco de la iglesia al Papa. Un retrato de él en la pared con sus mostachos levantados, que lo tiraba todo. El Signor Brini de Summerhill, el italianini, zuavo pontificio del Santo Padre, ha dejado el Muelle y se ha mudado a la calle Moss. ¿Y quién era él, díganos? Un don nadie, dos cuartos traseros y entrada, a siete chelines por semana, y se cubría con toda clase de corazas para amenazar al mundo.

—Y además —dice J. J.— una tarjeta postal es publicación. Se consideró suficiente prueba de intención delictiva en el pleito Sandgrove-Hole, que sentó jurisprudencia. En mi opinión, podría admitirse una acción legal.

Seis chelines y ocho peniques, por favor. ¿Quién le ha pedido opinión? Vamos a bebernos nuestros tragos en paz. Coño, ni eso siquiera nos dejan.

—Bueno, a la salud, Jack —dice Ned.

—A la salud, Ned —dice J. J.

—Ya está ése otra vez —dice Joe.

—¿Dónde? —dice Alf.

Y ahí estaba, coño, pasando por delante de la puerta con los libros bajo el sobaco y la mujer al lado y Corny Kelleher con su ojo bizco, echando una ojeada adentro al pasar, venga a hablarle como un padre, a ver si le vendía un ataúd de segunda mano.

—¿Cómo resultó aquel asunto de la estafa del Canadá? —dice Joe.

—Se aplazó —dice J. J.

Uno de los de la hermandad de los narigudos fue, que usaba el nombre James Wought alias Saphiro alias Spark y Spiro, y puso un anuncio en los periódicos diciendo que daría un pasaje a Canadá por veinte chelines. ¿Cómo? ¿Que la cosa olía a podrido? Era una jodida estafa, claro. ¿Cómo? Los engañó a todos, criadas de servicio y paletos del condado de Meath, ya lo creo, y hasta alguno de los suyos también. J. J. nos contaba que había un viejo hebreo, Zaretsky o algo así, que lloraba prestando declaración con el sombrero puesto, jurando por el santo Moisés que le habían enganchado por un par de libras.

—¿Quién estaba en el tribunal? —dice Joe.

—El juez de lo criminal —dice Ned.

—Pobre viejo, Sir Frederick —dice Alf—, se le mete uno en el bolsillo como quiere.

—Tiene un corazón de oro —dice Ned—. Se le cuenta una historia de penas sobre atrasos en el alquiler y la mujer enferma y un montón de chiquillos, y se deshace en lágrimas en el sillón.

—Sí —dice Alf—. Reuben J. tuvo mucha suerte que no le metió a él en chirona el otro día por poner pleito al pobrecillo de Gumley, el guarda de la cantera municipal ahí cerca del puente de Butt.

Y empieza a imitar al viejo juez echándose a llorar:

—¡Es algo escandaloso! ¡A este pobre trabajador! ¿Cuántos chicos? ¿Diez, decía?

—Sí, señoría. ¡Y mi mujer tiene el tifus!

—¡Y una mujer con tifus! ¡Qué escándalo! Puede retirarse de la sala inmediatamente, señor. No, señor, no firmaré ninguna orden de pago. ¡Cómo se atreve usted, señor mío, a presentarse delante de mí a pedirme que dé esa orden! ¡Contra un pobre trabajador diligente! No hay lugar a la demanda.

Y he aquí que en el día decimosexto del mes de la diosa de ojos de vaca y en la tercera semana después de la festividad de la Santísima e Indivisible Trinidad, estando entonces en su primer cuarto la hija de los cielos, la virginal Luna, aconteció que esos doctos jueces acudieron al templo de la ley. Allí Maese Courtenay, asentado en su propia sala, pronunció su discurso, y el Maese Juez Andrews, en sesión sin jurado en el Tribunal de Probación, sopesaron bien y ponderaron los requerimientos del primer actor respecto a las propiedades en la cuestión del testamento en cuestión y la disposición testamentaria final in re los bienes reales y personales del difunto y llorado Jacob Halliday, vinatero, fallecido, contra Livingstone, menor de edad, débil mental, y otro. Y al solemne juzgado de la calle Green llegó Sir Frederick el Halconero. Y allí estuvo sentado hacia la hora de las cinco para administrar la ley de los antiguos magistrados en la comisión especial para todas y cada una de aquellas partes en él contenidas y para el condado de la ciudad de Dublín. Y allí se sentó con él el alto sanedrín de las doce tribus de Iar, un hombre por cada tribu, de la tribu de Patrick y de la tribu de Hugh y de la tribu de Owen y de la tribu de Conn y de la tribu de Oscar y de la tribu de Fergus y de la tribu de Finn y de la tribu de Dermot y de la tribu de Cormac y de la tribu de Kevin y de la tribu de Caolte y de la tribu de Ossian, habiendo en total doce hombres buenos y leales. Y él les conjuró por Aquel que murió en cruz a que examinaran bien y rectamente y se pronunciaran fielmente en la cuestión ante ellos pendiente entre su señor soberano el rey y el prisionero en el banquillo y dieran fiel veredicto conforme a las pruebas, así les ayude Dios y besen el libro. Y ellos se levantaron de sus asientos, esos doce de Iar, y juraron por el nombre de Aquel que vive por los siglos de los siglos que actuarían conforme a Su justicia. Y al punto los ministros de la Ley sacaron de su mazmorra a uno a quien los sabuesos de la justicia habían aprehendido a consecuencia de información recibida. Y le encadenaron de pies y manos y no quisieron recibir de él ni fianza ni caución sino que pronunciaron acusación contra él pues era un malhechor.

—Buenos tipos son ésos —dice el Ciudadano—, viniendo acá a Irlanda a llenar de chinches el país.

Así que Bloom hace como si no hubiera oído nada y empieza a hablar con Joe diciéndole que no hacía falta que se molestara por aquel asuntillo hasta el primero de mes pero que si le quería decir unas palabras al señor Crawford. Y entonces Joe juró por lo más sagrado que haría cualquier cosa por él.

—Porque, ya comprende —dice Bloom—, para un anuncio hay que tener repetición. Ese es todo el secreto.

—Puede fiarse de mí —dice Joe.

—Estafando a los campesinos —dice el Ciudadano— y a los pobres de Irlanda. No queremos extraños en nuestra casa.

—Ah, estoy seguro de que todo saldrá bien con Hynes —dice Bloom—. Es sólo lo de Llavees, ya comprende.

—Puede darlo por hecho —dice Joe.

—Es usted muy amable —dice Bloom.

—Los extraños —dice el Ciudadano—. Es culpa nuestra. Les dejamos entrar. Les trajimos nosotros. La adúltera y su chulo trajeron aquí a los ladrones sajones.

—Veredicto provisional —dice J. J.

Y Bloom fingiendo estar terriblemente interesado en nada, una telaraña en el rincón detrás del barril, y el Ciudadano poniéndole caras feroces y el viejo perro a sus pies mirándole a ver a quién morder y cuándo.

—Una esposa deshonrada —dice el Ciudadano—: esa es la causa de todas nuestras desgracias.

—Y aquí está ella —dice Alf, que estaba risoteando con Terry por la Police Gazette en el mostrador—, con toda su pintura de guerra.

—Déjanos echarle una ojeada —digo yo.

Y no era más que una de esas suciedades de periódicos yanquis que Terry le pide prestados a Corny Kelleher. Secretos para desarrollar las partes íntimas. Extravíos de una belleza del gran mundo. Norman W. Tupper, acaudalado contratista de Chicago, encuentra a su bella esposa infiel en el regazo del oficial Taylor. La bella en ropa interior extraviándose y su capricho buscándole las cosquillas y Norman W. Tupper entrando de un salto con su mataperros justo para llegar tarde después que ella ha retozado con el oficial Taylor.

—¡Ay guapa mía —dice Joe— qué camisita más corta llevas!

—Buen pelo, Joe —digo yo—. No estaría mal un solomillo de esa ternera, ¿eh?

Así que en esto entra John Wyse Nolan, y Lenehan con él, con una cara más larga que un día sin pan.

—Bueno —dice el Ciudadano—, ¿cuáles son las últimas noticias del teatro de acción? ¿Qué han decidido sobre la lengua irlandesa esos imbéciles del ayuntamiento en su reunión de comité?

O’Nolan, revestido de luciente armadura, inclinándose profundamente prestó homenaje al poderoso y alto y valiente de toda Erín y le dio a conocer cuanto había acaecido, cómo los graves ancianos de la más obediente ciudad, la segunda del reino, se habían reunido en el mesón, y allí, tras de las debidas plegarias a los dioses que moran en el éter supremo, habían celebrado solemne consejo a fin de que, si posible fuera, se volviera a dar honor una vez más entre los mortales a la alada lengua de la tierra gaélica dividida por el mar.

—Ya está en marcha —dice el Ciudadano—. Al demonio con esos jodidos sajones brutales y su patois.

Conque J. J. mete baza haciendo su papelito sobre que cada cual ve las cosas a su modo y que no hay que cerrar los ojos y la táctica de Nelson de poner el ojo ciego en el catalejo y redactar una acusación contra un país entero y Bloom intentando apoyar la moderación y joderación y sus colonias y su civilización.

—Su sifilización, querrá usted decir —dice el Ciudadano—. ¡Al demonio con ellos! ¡Que la maldición de ese Dios que no sirve para nada les caiga de medio lado a esos jodidos hijos de puta con sus orejas largas! No tienen música ni arte ni literatura que merezca tal nombre. Lo que tengan de civilización nos lo han robado a nosotros, esos hijos tartamudos de fantasmas de bastardos.

—La familia europea —dice J. J.—...

—Ésos no son europeos —dice el Ciudadano—. Yo he estado en Europa con Kevin Egan, en París. No se encuentra una huella de ellos ni de su lengua en toda Europa excepto en el cabinet d’aisance.

Y dice John Wyse:

—Muchas flores nacen para ruborizarse sin ser vistas.

Y dice Lenehan, que sabe un poco de la jerga:

—Conspuez les Anglais! Perfide Albion!

Dijo así y luego elevó en sus grandes, rudas y forzudas manos atezadas el búcaro de oscura y espumosa cerveza fuerte y, lanzando su grito de guerra tribal, Lamh Dearg Abu, bebió por la aniquilación de sus adversarios, raza de poderosos héroes valientes, señores de las olas, que están sentados en tronos de alabastro, silenciosos cual los dioses libres de muerte.

—¿Qué te pasa? —le digo yo a Lenehan—. Pareces uno que hubiera perdido un chelín y encontrado seis peniques.

—La Copa de Oro —dice él.

—¿Quién ganó, señor Lenehan? —dice Terry.

—Por ahí —dice él—, a veinte a uno. Un asqueroso outsider. Y los demás como si nada.

—¿Y la yegua de Bass? —dice Terry.

—Todavía está corriendo —dice—. Estamos en el mismo bote. Boylan echó dos libras, por consejo mío, por Cetro, para él y una señora amiga.

—Yo tenía media corona —dice Terry— por Zinfandel, que me lo aconsejó el señor Flynn. El de Lord Howard de Walden.

—Veinte a uno —dice Lenehan—. Qué mierda de vida. Por ahí, dice él. Arrambla con todo y no deja ni migajas. Fragilidad, tu nombre es Cetro.

Conque se acerca a la lata de galletas que dejó Bob Doran a ver si quedaba algo que zampar con disimulo, y el viejo chucho detrás también a probar suerte con el hocico sarnoso levantado. La tía Clemencia se fue a la despensa.

—Aquí no, hijo mío —dice.

—Ánimo —dice Joe—. Ésa habría ganado el dinero si no fuera por el otro perro.

Y J. J. y el Ciudadano venga a discutir de derecho y de historia con Bloom metiendo de vez en cuando alguna palabra.

—Algunos —dice Bloom— ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio.

—Raimeis —dice el Ciudadano—. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ya comprenden lo que quiero decir. ¿Dónde están los veinte millones de irlandeses que nos faltan, los que debería haber hoy en vez de cuatro, nuestras tribus perdidas? ¡Y nuestras cerámicas y textiles, lo mejor de todo el mundo! Y nuestra lana que se vendía en Roma en tiempos de Juvenal, y nuestro lino y nuestro damasco de los telares de Antrim y nuestro encaje de Limerick, nuestras tenerías y nuestro cristal blanco ahí en Ballybough y nuestro popelín hugonote, que lo tenemos desde Jacquard de Lyon, y nuestra seda tejida y nuestros paños de Foxford y el punto en relieve de marfil, del convento de Carmelitas de New Ross, que no hay nada semejante en todo el mundo. ¿Dónde están los mercaderes griegos que venían cruzando las columnas de Hércules, ese Gibraltar hoy arrebatado por el enemigo de la humanidad, con oro y púrpura de Tiro para venderlo en Wexford en la feria de Carmen? Lean a Tácito y a Ptolomeo, e incluso a Giraldus Cambrensis. Vinos, peletería, mármol de Connemara, plata de Tipperary, sin rival, nuestros caballos tan famosos hoy mismo, los caballitos irlandeses, con el rey Felipe de España ofreciendo pagar aduanas por el derecho de pesca en nuestras aguas. ¿Cuánto nos deben los amarillentos de Anglia por nuestro comercio arruinado y nuestros hogares arruinados? Y los cauces del Barrow y el Shannon que no quieren ahondar, con millones de acres de pantano y turbera para hacernos morir a todos de tisis.

—Tan sin árboles como Portugal estaremos pronto —dice John Wyse—, o como Heligoland con su único árbol, si no se hace algo para repoblar los bosques del país. Los alerces, los abetos, todos los árboles de la familia conífera están desapareciendo deprisa. Estaba leyendo yo un informe de Lord Castletown...

—Salvadlos —dice el Ciudadano—, el fresno gigante de Galway y el gran olmo de Kildare con cuarenta pies de circunferencia y un acre de follaje. Salvad los árboles de Irlanda para los futuros hombres de Irlanda en las bellas colinas de Eire, ¡oh!

—Europa tiene los ojos en vosotros —dice Lenehan.

El mundo elegante internacional asistió en masa esta tarde a la boda del caballero Jean Wyse de Neaulan, gran maestro jefe de los Guardabosques Nacionales de Irlanda, con la señorita Piña Conífera de Valdepinos. Lady Silvestra Sombradeolmo, la señora Bárbara Abedul, la señora Laura Fresno, la señorita Acebo Ojosdeavellana, la señorita Dafne Laurel, la señorita Dorotea del Rosal, la señora Clyde Doceárboles, la señora Roberta Verde, la señora Elena de la Parra, la señorita Virginia Enredadera, la señorita Gladys Haya, la señorita Oliva del Campo, la señorita Blanca Arce, la señora Maud Ébano, la señorita Myra del Mirto, la señorita Priscilla Saúco, la señorita Abeja Madreselva, la señorita Gracia Chopo, la señorita O’Mimosa San, la señorita Rachel Fuentecedro, las señoritas Lilian y Violeta Lila, la señorita Timidez del Tiemblo, la señorita Cati Musgo de la Fuente, la señorita May Espino, la señorita Gloriana Palma, la señorita Liana del Bosque, la señora Arabella Selvanegra y la señora Norma de la Encina, de Encinar del Rey, agraciaron la ceremonia con su presencia. La novia, acompañada del padrino, su padre el señor Conífero de las Bellotas, estaba encantadora en un modelo realizado en seda mercerizada verde, modelado sobre un viso gris crepúsculo, con una faja de ancha esmeralda y rematado con un falbalá triple de franjas más oscuras, todo el conjunto animado por breteles e inserciones en las caderas de bronce bellota. Las doncellas de honor, señorita Alerce Conífera y señorita Ciparisa Conífera, hermanas de la novia, llevaban elegantes trajes del mismo tono, con un delicado motivo de pluma rosa en los pliegues, caprichosamente repetido en las tocas verde jade en forma de plumas de avutarda de coral rosa pálido. El señor Enrique Flor actuó en el órgano con su conocida maestría, y en adición a los números prescritos para la misa nupcial, ejecutó un nuevo e impresionante arreglo de Leñador, deja ese árbol a la conclusión de la ceremonia. Al abandonar la iglesia de San Fiacre in Horto, tras la bendición pontificia, la feliz pareja fue sometida a un juguetón fuego cruzado de avellanas, nueces de haya, hojas de laurel, amentos de sauce, bayas de hiedra, bayas de acebo, ramitas de muérdago y yemas de fresno. Los nuevos señores de Wyse Conífero Neaulan pasarán una tranquila luna de miel en la Selva Negra.

—Y nuestros ojos están en Europa —dice el Ciudadano—. Teníamos nuestro comercio con España y los franceses y los flamencos antes de que esos chuchos estuvieran destetados, cerveza española en Galway, las barcazas de vino en el canal oscuro como vino.

—Y volveremos a tenerlo —dice Joe.

—Y con la ayuda de la Santa Madre de Dios volveremos a tenerlo —dice el Ciudadano, palmeándose el muslo—. Nuestros puertos, que están vacíos, volverán a estar llenos, Queenstown, Kinsale, Galway, Blacksod Bay, Ventry en el reino de Kerry, Killybegs, el tercer puerto del mundo en amplitud, con una flota de mástiles de los Lynch de Galway y los O’Reilly de Cavan y los O’Kennedy de Dublín, cuando el conde de Desmond podía hacer un tratado con el mismo Emperador Carlos V. Y así volverá a ser —dice— cuando se vea el primer barco de guerra irlandés abriéndose paso por las olas con nuestra propia bandera enarbolada, nada de esas arpas de Enrique Tudor; no, la más antigua bandera que haya navegado, la bandera de la provincia de Desmond y Thomond, tres coronas en campo azul, los tres hijos de Milesio.

Y se engulló el último sorbo de la pinta, caray. Todo ventosidad y pis, como gato de tenería. Las vacas de Connacht tienen los cuernos largos. Por lo que valga su jodida pelleja, que baje a echarles todos esos elevados discursos a la multitud reunida en Shanagolden, donde no se atreve a enseñar la nariz, con los Molly Maguire que andan buscándole para dejarle hecho un colador por echar mano a la propiedad de un arrendatario desahuciado.

—Muy bien, muy bien por eso —dice John Wyse—. ¿Qué va a tomar?

—Una Guardia Imperial —dice Lenehan—, para celebrar la ocasión.

—Una media, Terry —dice John Wyse—, y un manosarriba. ¡Terry! ¿Estás dormido?

—Sí, señor —dice Terry—. Un whisky pequeño y una botella de Allsop. Muy bien, señor.

Echado encima del jodido periódico con Alf buscando cosas picantes en vez de atender al público en general. El dibujo de un encuentro a cabezazos, tratando de partirse los cráneos, un tío contra otro con la cabeza baja como un toro contra una puerta. Y otra: Monstruo negro quemado en Omaha, Ga. Un montón de bandidos del llano con sombrero ancho disparando contra un negrito atado en lo alto de un árbol con la lengua fuera y una hoguera debajo. Coño, deberían ahogarle luego en el mar y electrocutarle y crucificarle para estar bien seguros del asunto.

—Pero ¿qué hay de la marina de guerra —dice Ned— que mantiene a distancia a nuestros adversarios?

—Les diré lo que pasa —dice el Ciudadano—. Es el infierno en la tierra. Lean las revelaciones que salen en los periódicos sobre los latigazos en los barcos-escuela en Portsmouth. Las escribe un tío que firma Un Asqueado.

Así que empieza a hablarnos de castigo corporal y de la marinería y los oficiales y contraalmirantes muy elegantes con tricornio y el capellán con su Biblia protestante para presenciar el castigo y un muchacho al que sacan, aullando por su mamá, y le atan a la culata de un cañón.

—Una docena en el trasero —dice el Ciudadano—, así es como lo llamaba el viejo bribón de Sir John Beresford, pero los modernos ingleses de Dios lo llaman corrección en el calzón.

Y dice John Wyse:

—Al calzón por la infracción.

Entonces nos cuenta que el maestro de armas llega con una vara larga y la saca y le azota el jodido trasero al pobre muchacho hasta que chilla que me matan.

—Ésa es la gloriosa armada británica —dice el Ciudadano— que tiraniza la tierra. Los tíos que nunca serán esclavos, con la única Cámara hereditaria que ha quedado en todo el santo mundo y su tierra en manos de una docena de cerdos cebados y de barones de la bala de algodón. Ese es el gran imperio de que presumen, un imperio de esclavos y siervos azotados.

—Sobre el cual nunca se levanta el sol —dice Joe.

—Y la tragedia de eso —dice el Ciudadano— es que ellos se lo creen. Esos desgraciados Yahoos se lo creen.

Creen en el bastón, azotador todopoderoso, creador del infierno en la tierra, y en Jack Marino, su ilegítimo hijo, que fue concebido por obra de un espíritu de espanto, y nació de la marina horrible, sufrió en pompa los palos, fue castigado, abierto y desollado, aulló como los demonios del infierno, y al tercer día se levantó de la litera, llegó al puerto y está sentado en sus posaderas hasta nueva orden, que vendrá a pringar ni vivo ni muerto.

—Pero —dice Bloom—, ¿no es la disciplina lo mismo en todas partes? Quiero decir, ¿no sería lo mismo aquí si se opusiera fuerza contra fuerza?

¿No os lo dije? Tan verdad como que estoy bebiendo esta cerveza, aunque estuviese echando el último aliento trataría de convenceros de que morir era vivir.

—Opondremos fuerza a la fuerza —dice el Ciudadano—. Tenemos nuestra Irlanda mayor más allá del mar. Les echaron de su casa y hogar en el negro año 47. Sus cabañas de barro y sus chozas junto al camino fueron derribadas por el ariete y el Times se frotó las manos y les dijo a esos sajones de hígado blanco que pronto habría tan pocos irlandeses en Irlanda como pieles rojas en América. Hasta el Gran Turco nos mandó sus piastras. Pero el sajón trató de matar de hambre a la nación en casa mientras el país estaba lleno de cosechas que las hienas británicas compraban para vender en Río de Janeiro. Sí, echaron a los campesinos en manadas. Veinte mil de ellos murieron en los barcos-ataúd. Pero los que llegaron a la tierra de los libres recuerdan la tierra de esclavitud. Y vendrán otra vez y para venganza, que no son unos cobardes, los hijos de Granuaile, los paladines de Kathleen ni Houlihan.

—Absolutamente cierto —dice Bloom—. Pero lo que yo quería decir era...

—Llevamos mucho tiempo esperando ese día, Ciudadano —dice Ned—. Desde que aquella pobre vieja nos dijo que los franceses se habían hecho a la mar y habían desembarcado en Killala.

—Eso —dice John Wyse—. Luchamos por la dinastía real de los Stuart, que renegaron de nosotros por los de Guillermo III, y nos traicionaron. Recuerden Limerick y la piedra del tratado rota. Dimos nuestra mejor sangre a Francia y a España, nuestros patos salvajes. Fontenoy ¿eh? Y Sarsfield, y O’Donnell, Duque de Tetuán en España, y Ulysses Browne de Camus, que fue mariscal de campo de María Teresa. Pero ¿qué hemos recibido nunca por eso?

—¡Los franceses! —dice el Ciudadano—. ¡Pandilla de maestros de baile! ¿Se dan cuenta de lo que es? Nunca han valido un pedo podrido para Irlanda. ¿No están tratando ahora de hacer una entente cordiale con la pérfida Albión en ese banquete de T. P.? Los incendiarios de Europa, han sido siempre.

—Conspuez les Français —dice Lenehan, agarrando su cerveza.

—Y en cuanto a los prusianos y hanoverianos —dice Joe—, ¿no hemos tenido bastante de esos bastardos comedores de salchichas en el trono desde Jorge el Elector hasta el muchacho alemán y esa vieja perra flatulenta que ya se ha muerto?

Caray, me daba risa de ver cómo salía con eso de la vieja guiñando el ojo, borracha en el palacio real una noche tras otra, la vieja Vic, con su vasazo de whisky irlandés y el cochero cargando con todos sus huesos para meterla en la cama y ella tirándole de las patillas y cantándole viejos trozos de canciones como Ehren en el Rhin y Ven acá donde el trago es más barato.

—Bueno —dice J. J.—. Ahora tenemos a Eduardo el Pacificador.

—Cuénteselo a un idiota —dice el Ciudadano—. Tiene más cara de pez que de paz ese muchachito. ¡Edward Guelph-Wettin!

—¿Y qué piensan —dice Joe— de esos beatos, los curas y los obispos de Irlanda arreglándole el cuarto en Maynooth con los colores deportivos de Su Majestad Satánica, y pegando estampas de todos los caballos que han montado sus jockeys? El conde de Dublin, nada menos.

—Deberían haber pegado todas las mujeres que ha montado él —dice el pequeño Alf.

Y dice J. J:

—Consideraciones de espacio influyeron en la decisión de sus reverencias.

—¿Quiere probar con otra, Ciudadano? —dice Joe.

—Sí, señor —dice él—, muy bien.

—¿Y tú? —dice Joe.

—Muy agradecido, Joe —digo yo—. Que te aproveche.

—Repite esa dosis —dice Joe.

Bloom hablaba y hablaba con John Wyse, muy excitado, con su jeta de color de panza de burro y sus viejos ojos de ciruela dándole vueltas.

—Persecución —dice—, toda la historia del mundo está llena de eso. Perpetuando el odio nacional entre las naciones.

—Pero ¿sabe qué quiere decir una nación? —dice John Wyse.

—Sí —dice Bloom.

—¿Qué es? —dice John Wyse.

—¿Una nación? —dice Bloom—. Una nación es la misma gente viviendo en el mismo sitio.

—Vaya por Dios, entonces —dice Ned, riendo—, si eso es una nación yo soy una nación porque llevo cinco años viviendo en el mismo sitio.

Así que claro todos se rieron de Bloom y él dice, tratando de salir del lío:

—O también viviendo en diferentes sitios.

—Eso incluye mi caso —dice Joe.

—¿Cuál es su nación?, si me permite preguntarlo —dice el Ciudadano.

—Irlanda —dice Bloom—. Yo nací aquí. Irlanda.

El Ciudadano no dijo nada sino que sólo se aclaró la garganta y, chas, escupió una ostra Costa-Roja derecha al rincón.

—Allá va eso, Joe —dice, sacando el pañuelo para secarse.

—Aquí estamos, Ciudadano —dice Joe—. Tome eso en la mano derecha y repita conmigo las siguientes palabras.

El antiguo pañizuelo irlandés, tesoro de intrincados bordados, atribuida a Salomón de Droma y Manus Tomaltach og MacDonogh, autores del Libro de Ballymote, fue extraído entonces y produjo prolongada admiración. No hay necesidad de demorarse en la legendaria belleza de las esquinas, la cima del arte, donde cabe distinguir claramente a los cuatro evangelistas presentando a cada uno de los cuatro maestros su símbolo evangélico, un cetro de roble fósil, un puma norteamericano (un rey de los animales mucho más noble que su equivalente inglés, dicho sea de paso), un ternero de Kerry y un águila dorada de Carrantuohill. Las escenas representadas en el campo emuntorio, mostrando nuestras antiguas colinas y raths y cromlechs y grianauns y sedes de sabiduría y piedras de maldición, son tan maravillosamente hermosas y los pigmentos tan delicados como cuando los iluminadores de Sligo dieron rienda suelta a su fantasía artística, hace mucho tiempo, en la época de los Barmecidas: Glendalough, los deliciosos lagos de Killarney, las ruinas de Clonmacnois, Cang Abbey, Glen Inagh y los Doce Alfileres, el Ojo de Irlanda, las Colinas Verdes de Tallaght, Croagh Patrick, la fábrica de cerveza de los señores Arthur Guinness, Hijo y Compañía (S.L.), las orillas de Lough Neagh, el valle de Ovoca, la torre de Isolda, el obelisco de Mapas, el hospital de Sir Patrick Dun, el cabo Clear, el valle de Aherlow, el castillo de Lynch, la casa Scotch, el Asilo Nocturno Comunal de Loughlinstown, la cárcel de Tullamore, los rápidos de Castleconnel, Kilballymacshonakill, la cruz de Monasterboice, el hotel de Jury, el Purgatorio de San Patricio, el Salto del Salmón, el refectorio del colegio de Maynooth, el agujero de Curley, los tres lugares de nacimiento del primer duque de Wellington, la roca de Cashel, la turbera de Allen, el Almacén de la calle Henry, la Gruta de Fingal —todas esas emocionantes escenas siguen ahí para nosotros, aún más hermoseadas por las aguas de la tristeza que han pasado sobre ellas y por las ricas incrustaciones del tiempo.

—Échanos para acá los vasos —digo yo—. ¿De quién es cada?

—Este es mío —dice Joe—, como le dijo el diablo al policía muerto.

—Y yo pertenezco a una raza, también —dice Bloom—, que es odiada y perseguida. También ahora. En este mismo momento. En este mismo instante.

Coño, casi se quemaba los dedos con la colilla del caruncho.

—Una raza robada. Saqueada. Insultada. Perseguida. Quitándonos lo que es nuestro por derecho. En este mismo momento —dice, levantando el puño—, vendidos en subasta en Marruecos como esclavos o ganado.

—¿Habla usted de la nueva Jerusalén? —dice el Ciudadano.

—Hablo de la injusticia —dice Bloom.

—Muy bien —dice John Wyse—. Pues entonces opónganse a ella con la fuerza, como hombres.

Ahí tienes una buena estampa de almanaque. Un blanco para una bala dum-dum. El viejo cara grasienta al pie del cañón. Coño, iría mejor con una escoba, bastaría que se pusiera un delantal de niñera. Y en esto se derrumba de repente, retorciéndolo todo al revés, flojo como un trapo mojado.

—Pero no sirve para nada —dice—. Fuerza, odio, historia, todo eso. Esa no es vida para hombres y mujeres, insultos y odio. Y todo el mundo sabe que eso es exactamente lo contrario de lo que es la verdadera vida.

—¿Qué? —dice Alf.

—El amor —dice Bloom—. Quiero decir lo contrario del odio. Tengo que marcharme ahora —le dice a John Wyse—. Nada más que a dar una vuelta por el juzgado a ver si está Martin. Si viene, basta que le digan que vuelvo dentro de un momento. Un momento nada más.

¿Quién te retiene? Y allá que sale disparado como un rayo engrasado.

—Un nuevo apóstol para los gentiles —dice el Ciudadano—. El amor universal.

—Bueno —dice John Wyse—, ¿no es eso lo que nos dicen? Ama a tu prójimo.

—¿Ese tío? —dice el Ciudadano—. Explota a tu prójimo. ¡Amar, sí, sí! Bonito ejemplo de Romeo y Julieta es ése.

El amor ama amar al amor. La enfermera ama al nuevo farmacéutico. El guardia 14A ama a Mary Kelly. Gerty MacDowell ama al muchacho que tiene la bicicleta. M. B. ama a un bello caballero. Li Chi Han amal dal besitos a Cha Pu Chow. Jumbo, el elefante, ama a Alice, la elefanta. El viejo señor Verschoyle con su trompetilla ama a la vieja señora Verschoyle con su ojo metido para dentro. El hombre del macintosh pardo ama a una señora que ha muerto. Su Majestad el Rey ama a Su Majestad la Reina. La señora Norman W. Tupper ama al oficial Taylor. Tú amas a cierta persona. Y esa persona ama a aquella otra persona porque todo el mundo ama a alguien pero Dios ama a todo el mundo.

—Bueno, Joe —digo yo—, a tu salud y mucho éxito. Más ánimos, Ciudadano.

—Hurra, venga allá —dice Joe.

—La bendición de Dios y la Virgen María y San Patricio sobre ustedes —dice el Ciudadano.

Y levanta la pinta para mojarse el gaznate.

—Ya conocemos a estos beatones —dice— que predican y te vacían el bolsillo. ¿Y qué me dicen del beato de Cromwell y sus Corazas de Hierro que pasaron a cuchillo a las mujeres de Drogheda con la cita de la Biblia Dios es amor pegada alrededor de la boca de los cañones? ¡La Biblia! ¿Han leído hoy esa broma en el United Irishman sobre el jefe zulú que está visitando Inglaterra?

—¿Qué es eso? —dice Joe.

Así que el Ciudadano saca uno de su montón de papelotes y empieza a leer en voz alta:

—Una delegación de los principales magnates algodoneros de Manchester fue presentada ayer a Su Majestad el Alaki de Abeakuta por el Primer Introductor de Matadores, Lord Anda Sobre Huevos, para expresar a Su Majestad el cordial agradecimiento de los comerciantes británicos por las facilidades que se les han concedido en sus dominios. La delegación fue obsequiada con un almuerzo a cuyos postres el moreno potentado, al final de un afortunado discurso, traducido libremente por el capellán británico, Reverendo Ananías Alabaadios Enloshuesos, expresó su más profundo agradecimiento a Lord Anda y subrayó las cordiales relaciones existentes entre Abeakuta y el Imperio Británico, afirmando que conservaba consigo como una de sus más preciosas posesiones una Biblia con miniaturas, el libro de la palabra de Dios y el secreto de la grandeza de Inglaterra, con que le había obsequiado graciosamente la gran mujer blanca, la gran squaw Victoria, con dedicatoria personal de la augusta mano de la Real Donante. El Alaki hizo luego la libación de la amistad con whisky de primera, brindando Por el Negro y el Blanco, en el cráneo de su inmediato predecesor en la dinastía Kakachakachak, por sobrenombre Cuarenta Verrugas, tras de lo cual visitó la principal fábrica de Algodonópolis y firmó con una cruz en el libro de visitantes, ejecutando a continuación una vieja danza de guerra abeakutiense, durante la cual se tragó varios cuchillos y tenedores, entre el regocijado aplauso de las obreras.

—La viuda —dice Ned—, no puede fallar. No sé si él habrá usado esa Biblia como la usaría yo.

—Lo mismo sólo que más —dice Lenehan—. Y desde entonces, en esa fructífera tierra, el mango de anchas hojas prosperó sin límites.

—¿Lo ha escrito Griffith? —dice John Wyse.

—No —dice el Ciudadano—. No está firmado Shanganagh. Tiene sólo una inicial: P.

—Y muy buena inicial, por cierto —dice Joe.

—Así han ido las cosas —dice el Ciudadano—. El comercio sigue a la bandera.

—Bueno —dice J. J.—, si son peores que esos belgas en el Estado Libre del Congo, tienen que ser malos. ¿Han leído la información de ése, como se llame?

—Casement —dice el Ciudadano—. Es irlandés.

—Sí, ése es —dice J. J.—. Violando a las mujeres y las chicas y azotando a los indígenas en la tripa para sacarles todo lo que pueden de ese caucho rojo.

—Ya sé a dónde ha ido —dice Lenehan, chascando los dedos.

—¿Quién? —digo yo.

—Bloom —dice—, lo del juzgado es una trampa. Había apostado unos cuantos chelines a Por Ahí y ha ido a cobrar la pasta.

—¿Ese cafre de ojos blancos? —dice el Ciudadano—, ése no ha apostado nunca por un caballo, ni borracho.

—A eso es a lo que ha ido —dice Lenehan—. Me encontré a Bantam Lyons que iba a apostar por ese caballo, sólo que yo se lo quité de la cabeza, y me dijo que Bloom se lo había aconsejado. Apuesto lo que quieran a que saca cien chelines por cinco. Es el único en Dublín que lo tenga. Un caballo desconocido.

—Él también es un caballo desconocido —dice Joe.

—Oye, Joe —digo yo—. Enséñame la entrada para que salga.

—Ahí está —dice Terry.

Adiós Irlanda que me voy a Gort. Así que me doy una vuelta al fondo del patio a hacer aguas y coño (cien chelines por cinco) mientras que estaba yo (Por Ahí veinte a) estaba yo descargando coño me digo yo ya me daba cuenta de que ése estaba nervioso (dos pintas a costa de Joe y una en Slattery) nervioso por escaparse a (cien chelines son cinco pavos) y cuando estaban en el (un caballo desconocido) Pisser Burke me estaba contando la partida de cartas y dejando caer que la niña estaba mala (coño, debo haber soltado como un galón) y la mujer de los mofletes colgantes que le decía por teléfono está mejor o está (¡uf!) todo un plan que iba a sacar adelante con el dinero si ganaba (caray, estaba hasta arriba) comerciar sin licencia (¡uf!) Irlanda es mi nación dice él (¡aj! ¡buah!) nunca sabe uno cómo hay que hacer con esos jodidos (se acabó) judíos (¡ah!).

Conque la cosa es que cuando volví estaban todos dándole vueltas a eso, John Wyse diciendo que fue Bloom quien le dio la idea del Sinn Fein a Griffith, que metiera en el periódico todas esas historias de trampas electorales, jurados comprados y evasiones de impuestos al Gobierno y lo de nombrar cónsules por todo el mundo para que anden por ahí vendiendo productos irlandeses. Desnudando a un santo para vestir a otro. Coño, es lo que nos faltaba, que ese jodido lacrimoso tenga que meterse en nuestro caldo. Que nos dejen en paz con nuestra mierda. Dios salve a Irlanda de gentes como ese jodido entremetido. El señor Bloom con su blablablá. Y su viejo, antes que él, organizando estafas, el viejo Matusalén Bloom, salteador de caminos, que se envenenó con ácido prúsico después de inundar el país con su bisutería y sus diamantes de culo de vaso. Préstamos por correo, cómodas condiciones. Cualquier cantidad de dinero prestada contra simple recibo. La distancia no es obstáculo. Sin garantías. Coño, éste es como la cabra de Lanty MacHale, que hacía un poco de camino con todo el que se encontraba.

—Bueno, así es —dice John Wyse—. Y ahí está ahora el hombre que se lo puede contar todo, Martin Cunningham.

Vaya que sí, llegó el coche oficial con Martin dentro y Jack Power con él y un tío llamado Crofter o Crofton, pensionado de la oficina de Recaudación de Impuestos, un orangista que está a cuenta del registro y que se saca el sueldo —¿o Crawford?— haciéndose pasear por el país a costa de la Corona.

Nuestros viajeros alcanzaron el rústico hostal y descendieron de sus palafrenes.

—¡Ohé, mozo! —gritó aquel que por su compostura semejaba ser el principal del grupo—. ¡Pícaro rufián! ¡Venid acá!

Así diciendo, golpeó ruidosamente con el pomo de la espada en la abierta celosía.

El buen huésped acudió al requerimiento ciñéndose con su tabardo.

—Buenos días dé Dios a vuestras mercedes —dijo, con una obsequiosa reverencia.

—¡Llegad presto, buen hombre! —gritó el que había llamado—. Atended a nuestros corceles. Y en cuanto a nosotros, dadnos de lo mejor que tengáis, pues a fe que lo habemos menester.

—Ay de mí, buenos señores —dijo el huésped—, mi pobre casa no tiene sino una despensa vacía. No sé qué ofrecer a vuestras mercedes.

—¿Cómo es eso, amigo? —gritó el segundo del grupo, hombre de placentero continente—. ¿Así servís a los mensajeros del rey, Maese Pinchatonel?

Al instante las facciones del amo de la casa cambiaron por completo.

—Os demando excusas, caballeros —dijo humildemente—. Si sois mensajeros del rey (¡Dios guarde a Su Majestad!), no os ha de faltar nada. Los amigos del rey (¡Dios bendiga a Su Majestad!) no han de quedar ayunos en mi casa, así Dios me salve.

—¡A ello, entonces! —gritó el viajero que no había hablado, hombre dado a la buena mesa, por su aspecto—. ¿Tenéis algo que darnos?

El buen huésped volvió a dar respuesta:

—¿Qué diríais, mis buenos señores, de un pastel de pichones cebados, unas tajadas de venado, un lomo de ternera, una cerceta con tocino ahumado, una cabeza de jabalí con pistachos, un cuenco de cándidas natillas, un vaso de aguardiente de nísperos y una botella de vino añejo del Rhin?

—¡Pardiez! —gritó el último en hablar—. Eso me acomoda. ¡Pistachos!

—¡Ajá! —gritó el de placentero continente—. ¡Una pobre casa y una despensa vacía, decíais! Buen pícaro sois vos.

Conque entra Martin preguntando dónde estaba Bloom.

—¿Que dónde está? —dice Lenehan—. Estafando a viudas y huérfanos.

—¿No es verdad —dice John Wyse—, lo que le estaba contando yo al Ciudadano sobre Bloom y el Sinn Fein?

—Así es —dice Martin—. O por lo menos, eso alegan.

—¿Quién hace esos alegatos? —dice Alf.

—Yo —dice Joe—. Yo soy el alagartador.

—Y después de todo —dice John Wyse—, ¿por qué un judío no va a poder amar a su país como cualquier otro?

—¿Por qué no? —dice J. J.—, con tal de que esté bien seguro de cuál es su país.

—¿Es judío o gentil o apostólico romano o metodista o qué demonios es? —dice Ned—. ¿Y quién es? Sin ofender a nadie, Crofton.

—Aquí no le queremos —dice Crofter el organista o presbiteriano.

—¿Quién es Junius? —dice J. J.

—Es un judío renegado —dice Martin—, de no sé dónde en Hungría y fue él quien organizó todos los planes según el sistema húngaro. Lo sabemos muy bien, en el palacio.

—¿No es primo de Bloom el dentista? —dice Jack Power.

—De ningún modo —dice Martin—. Sólo es el mismo apellido. Se llamaba Virag. Ese era el apellido del padre, el que se envenenó. Se lo cambió con autorización judicial, el padre.

—¡Ese es el nuevo Mesías para Irlanda! —dice el Ciudadano—. ¡La isla de los santos y los sabios!

—Bueno, ellos todavía siguen esperando a su redentor —dice Martin—. Y si a eso vamos, igual que nosotros.

—Sí —dice J. J.—, y cada niño varón que nace piensan que puede ser su Mesías. Y creo que no hay judío que no se ponga terriblemente nervioso hasta saber si es padre o madre.

—Esperando que cualquier momento pueda ser el próximo —dice Lenehan.

—Válgame Dios —dice Ned—, tendrían que haber visto a Bloom antes que naciera ese hijo suyo que se murió. Le encontré un día en el Mercado Municipal del Sur comprando una lata de alimento Neave seis semanas antes de que su mujer diera a luz.

—En ventre sa mère —dice J. J.

—¿Y a eso llaman ustedes un hombre? —dice el Ciudadano.

—No sé si sabe dónde se lo guarda —dice Joe.

—Bueno, de todos modos, le han nacido dos chicos —dice Jack Power.

—¿Y de quién sospecha él? —dice el Ciudadano.

Coño, hablando en broma se dicen muchas verdades. Ese es uno de esos ni carne ni pescado. Se metía en cama en el hotel, me lo contaba Pisser, una vez al mes con dolor de cabeza como una muchachita con sus asuntos. ¿Sabéis lo que os digo? Sería justicia de Dios agarrar a un tío así y tirarle al mar. Homicidio justificable, eso sería. Luego escurriéndose con sus cinco pavos sin convidar a un trago como un hombre. Dios nos libre. Ni para mojarse los labios.

—Caridad con el prójimo —dice Martin—. Pero ¿dónde está? No podemos esperar.

—Un lobo con piel de oveja —dice el Ciudadano—. Eso es lo que es. ¡Virag, de Hungría! Ahasvero le llamo yo. Maldito de Dios.

—¿Tiene tiempo para una breve libación, Martin? —dice Ned.

—Sólo una —dice Martin—. Tenemos que darnos prisa. J. J. y S.

—¿Tú, Jack? ¿Crofton? Tres medias, Terry.

—Haría falta que desembarcara otra vez San Patricio en Ballykinlar para convertirnos —dice el Ciudadano—, después de permitir que cosas así contaminen nuestras orillas.

—Bueno —dice Martin, golpeando para pedir su vaso—. Dios bendiga a todos los presentes, ésa es mi oración.

—Amén —dice el Ciudadano.

—Estoy seguro de que así será —dice Joe.

Y, al sonido de la campanilla consagrada, llevando a la cabeza una cruz alzada con acólitos, turiferarios, portadores de navículas, lectores, ostiarios, diáconos y subdiáconos, avanzó la venerable comitiva de abades mitrados y priores y guardianes y monjes y frailes: los monjes de San Benito de Spoleto, Cartujos y Camaldulenses, Cistercienses y Olivetanos, Oratorianos y Valombrosianos, y los frailes de San Agustín, Brigitinos, Premonstratenses, Servitas, Trinitarios, y los Hijos de San Pedro Nolasco; y junto con ellos, desde el Monte Carmelo, los hijos del profeta Elías conducidos por el obispo San Alberto y por Santa Teresa de Ávila, Calzados y Descalzos; y frailes pardos y grises, hijos del pobrecillo Francisco, Capuchinos, Cordeleros, Mínimos y Observantes, y las hijas de Santa Clara: y los hijos de Santo Domingo, los Frailes Predicadores, y los hijos de San Vicente, y los monjes de San Wolstan; y de San Ignacio los hijos; y la Cofradía de los Hermanos Cristianos encabezada por el Reverendo Hermano Edmund Ignatius Rice. Y después venían todos los santos y mártires, vírgenes y confesores: San Ciro y San Isidro Labrador y Santiago el Menor y San Focas de Sinope y San Julián el Hospitalario y San Félix de Cantalejo y San Simeón Estilita y San Esteban Protomártir y San Juan de Dios y San Ferreol y San Leugardo y San Teodoto y San Vulmaro y San Ricardo y San Vicente de Paúl y San Martín de Todi y San Martín de Tours y San Alfredo y San José y San Dionisio y San Cornelio y San Leopoldo y San Bernardo y San Terencio y San Eduardo y San Owen Canículo y San Anónimo y San Epónimo y San Pseudónimo y San Homónimo y San Parónimo y San Sinónimo y San Lorenzo O’Toole y Santiago de Dingle y de Compostela y San Columcilo y Santa Columba y San Celestino y San Colmano y San Kevin y San Brendan y San Frigidíano y San Senano y San Fachtna y San Columbano y San Gallo y San Fursey y San Finta y San Fiacre y San Juan Nepomuceno y Santo Tomás de Aquino y San Ivo de Bretaña y San Michan y San Herman-Joseph y los tres patronos de la santa juventud San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka y San Juan Berchmans y los Santos Gervasio, Servasio y Bonifacio, y San Bride y San Kieran y San Canice de Kilkenny y San Jarlath de Tuam y San Finbarr y San Pappin de Ballymun y el Hermano Aloysio Pacífico y el Hermano Luis Belicoso y las Santas Rosa de Lima y de Viterbo y Santa Marta de Betania y Santa-María Egipcíaca y Santa Lucía y Santa Brígida y Santa Attracta y Santa Dympna y Santa Ita y Santa Marion Calpense y la Beata Sor Teresa del Niño Jesús y Santa Bárbara y Santa Escolástica y Santa Úrsula con las once mil vírgenes. Y todos venían con nimbos y aureolas y glorias, portando palmas y arpas y espadas y coronas de olivo, con vestiduras en que estaban tejidos los sagrados símbolos de sus prerrogativas, tinteros, flechas, hogazas de pan, cántaros, grilletes, hachas, árboles, puentes, niñitos en bañeras, conchas, bolsas de dinero, tijeras de esquilador, llaves, dragones, lirios, postas de caza, barbas, cerdos, lámparas, fuelles, colmenas, cucharones de sopa, estrellas, serpientes, yunques, cajas de vaselina, campanas, muletas, fórceps, cuernos de ciervo, botas impermeables, halcones, piedras de molino, ojos en un plato, velas de cera, hisopos, unicornios. Y mientras doblaban pasando junto a la Columna de Nelson, por la calle Henry, por la calle Mary, por la calle Capel, por la calle Little Britain, entonando el introito In Epiphania Domini que comienza Surge, illuminare y a continuación, con la mayor dulzura, el gradual Omnes que dice De Saba venient, hacían milagros diversos tales como arrojar demonios, resucitar muertos, multiplicar peces, curar tullidos y ciegos, descubrir diversos objetos que se habían extraviado, interpretar y cumplir las Escrituras, bendecir y profetizar. Y finalmente, bajo un dosel de tejido de oro, venía el Reverendo O’Flynn acompañado por Malachi y Patrick. Y cuando los buenos padres hubieron alcanzado el lugar establecido, la casa de Bernard Kiernan y Cía., Sociedad Limitada, calle Little Britain 8, 9 y 10, comestibles al por mayor, comerciantes en vinos y aguardientes, autorizados para la venta de cerveza, vino y licores para consumición en el local, el celebrante bendijo la casa e incensó las ventanas en cruz y las aristas y las bóvedas y los resaltes y los capiteles y los basamentos y las cornisas y los arcos ornamentados y los campanarios y las cúpulas y asperjó los dinteles de todo ello con agua bendita y rogó que Dios bendijera la casa como había bendecido la casa de Abraham y de Isaac y de Jacob y que hiciera habitar en ella a los ángeles de Su Luz. Y al entrar bendijo las viandas y las bebidas, y la compañía de todos los Santos respondió a sus plegarias:

—Adiutorium nostrum in nomine Domini.

—Qui fecit cælum et terram.

—Dominus vobiscum.

—Et cum spiritu tuo.

E impuso las manos sobre los santos y dio gracias y rezó y todos rezaron con él:

—Deus, cuius verbo sanctificantur amnia, benedictionem tuam effunde super creaturas istas: et præsta ut quisquis eis secundum legem et voluntatem Tuam cum gratiarum actione usus fuerit per invocationem sanctissimi nominis Tui corporis sanitatem et animce tutelam Te auctore percipiat per Christum Dominum nostrum.

—Lo mismo decimos todos nosotros —dice Jack.

—Mil veces al año, Lambert —dice Crofton o Crawford.

—Eso es —dice Ned, levantando su whisky John Jameson—. Y salud para verlo.

Estaba yo echando una ojeada alrededor a ver a quién se le ocurriría la buena idea cuando, coño, ahí que entra ése otra vez haciendo como si tuviera una prisa del demonio.

—Me había dado una vuelta por el juzgado —dice—, a buscarle. Espero que no...

—No —dice Martin—, estamos listos.

Qué juzgado ni nada, con los bolsillos colgándole de oro y plata. Jodido tacaño miserable. Convida a un trago. ¡Qué demonio de miedo! ¡Buen judío está hecho! Todo para su menda. Listo el tipo como una rata de alcantarilla. Cien a cinco.

—No se lo diga a nadie —dice el Ciudadano.

—¿Cómo dice? —dice él.

—Vamos, muchachos —dice Martin, viendo que se iba a armar lío—. Vamos para allá.

—No se lo diga a nadie —dice el Ciudadano, soltando un aullido—. Es un secreto.

Y el jodido perro se despertó y soltó un gruñido.

—Adiós a todos —dice Martin.

Y los sacó de allí tan deprisa como pudo, a Jack Power y a Crofton o como se llame, y él en medio haciendo como si estuviera en las nubes, y hala con ellos al maldito cochecito.

—Tire adelante —dice Martin al cochero.

El delfín de láctea blancura agitó sus crines, y subiendo a la áurea popa, el timonel desplegó la panzuda vela al viento y zarpó adelante a todo trapo, amuras a babor. Numerosas ninfas garridas se aproximaron a estribor y a babor, y aferrándose a los flancos del noble navío, entrelazaron sus fúlgidas formas como hace el hábil constructor de ruedas cuando ajusta al cubo de su rueda los equidistantes radios, cada uno de los cuales es hermano de otro, y los sujeta a todos con un cerco exterior y da así celeridad a los pies de los hombres, bien sea que se apresuren a la lid o bien que rivalicen por la sonrisa de las bellas damas. Así propiamente llegaban y se disponían, esas propicias ninfas, las hermanas inmortales. Y reían, jugueteando en un círculo de su espuma, y el navío hendía las olas.

Pero coño apenas había posado yo el culo del vaso cuando veo al Ciudadano levantarse tambaleándose hacia la puerta, venga a resoplar como si reventara de hidropesía, y echándole encima las maldiciones de Cromwell, campana, libro y vela en irlandés, escupiendo y echando espuma, y Joe y el pequeño Alf a su alrededor como sanguijuelas a ver si le calmaban.

—Dejadme solo —dice él.

Y como llega hasta la puerta y ellos venga a sujetarle y él gritando a más no poder:

—¡Tres vivas por Israel!

Ea, siéntate en el lado parlamentario del trasero, por los clavos de Cristo, y no armes esta exhibición en público. Jesús, siempre hay algún jodido payaso organizando el fin del mundo por cualquier mierda. Coño, como para estropearle a uno la cerveza en las tripas, de veras.

Y todos los rufianes y las puercas del país alrededor de la puerta y Martin diciendo al cochero que tirara adelante y el Ciudadano aullando y Alf y Joe venga a decirle que se callara y él hecho una furia con los judíos, y los vagos pidiendo un discurso, y Jack Power tratando de sentarle en el coche y de cerrarle el pico, y un vago con un parche en el ojo empieza a cantar Si el hombre de la luna fuera judío, judío, judío, y una fulana le grita:

—¡Oiga, señor, que lleva la bragueta abierta!

Y dice él:

—Mendelssohn era judío y Karl Marx y Mercadante y Spinoza. Y el Salvador era judío y su padre era judío. Vuestro Dios.

—No tenía padre —dice Martin—. Basta por ahora. Tire adelante.

—¿El Dios de quién? —dice el Ciudadano.

—Bueno, su tío era judío —dice él—. Vuestro Dios era judío. Cristo era judío como yo.

Coño, el Ciudadano se mete otra vez en la taberna.

—Por Cristo —dice—, le voy a abrir la cabeza a ese jodido judío por usar el santo nombre. Por Cristo, le voy a crucificar, ya verán. Dame esa caja de galletas.

—¡Quieto! ¡Quieto! —dice Joe.

Una amplia y admirativa multitud de amigos y conocidos de la metrópoli y alrededor de Dublín se reunió, en el orden de varios millares, para despedir a Nagyaságos uram Lipóti Virag, ex-colaborador de Alexander Thom y Cía., Impresores de Su Majestad, con ocasión de su marcha hacia las lejanas regiones de Százharminczbrojúgulyás-Dugulás (Pradera de las Aguas Murmurantes). La ceremonia, que se desarrolló con gran éclat, se caracterizó por la más emotiva cordialidad. Un rollo miniado de antiguo pergamino irlandés, obra de artistas irlandeses, le fue ofrecido al distinguido fenomenologista en nombre de una amplia sección de la comunidad, acompañado por el regalo de un estuche de plata, ejecutado con exquisito gusto según el estilo de la antigua ornamentación celta, obra que contribuye al prestigio de sus realizadores, los señores Jacob agus Jacob. El ilustre viajero fue objeto de una cordial ovación, conmoviéndose visiblemente muchos de los presentes cuando la selecta orquesta de gaitas irlandesas atacó los conocidos compases de Vuelve a Erin, seguidos inmediatamente por la Marcha de Rakóczy. Se encendieron barriles de alquitrán y hogueras a lo largo de la orilla de los cuatro mares en las cimas del Monte de Howth, la Montaña de las Tres Rocas, el Pan de Azúcar, Brady Head, los montes de Mourne, los Galtees, los picos de Ox, Donegal y Sperrin, los Nagles y los Bograghs, las colinas de Connemara, los pantanos de Mac Gillicuddy, Slieve Aughty, Slieve Bernagh, y Slieve Bloom. Entre aclamaciones que desgarraban el éter, y a las que hacía eco una nutrida columna de forzudos en las distantes colinas cámbricas y caledonias, la mastodóntica embarcación de placer se alejó lentamente, saludada por un último tributo floreal de las representantes del bello sexo que estaban presentes en gran número, mientras, al avanzar río abajo, escoltada por una flotilla de embarcaciones, las banderas de la Capitanía del Puerto y la Aduana se desplegaban en su honor, así como las de la central eléctrica de la Pichonera. Visszontlátásra, kedvés baráton! Visszontlátásra! Partido pero no olvidado.

Coño, ni el demonio le sujetaba, hasta que agarró de todos modos la jodida caja de galletas y fuera otra vez con el pequeño Alf colgándole del codo y él venga a gritar como un cerdo pillado, igual que una función del Queen’s Royal Theatre.

—¿Dónde está ése, que le mato?

Y Ned y J. J. que no se podían mover de la risa.

—¿No te mata? —digo yo—, a ver en qué queda esto.

Pero suerte que el cochero ya le había dado vuelta al jamelgo para el otro lado y arre con él.

—Quieto, Ciudadano —dice Joe—. ¡Basta!

Coño, él estiró la mano y tomó impulso y allá que va. Gracias a Dios, tenía el sol de frente, que si no, le deja muerto. Coño, casi lo manda hasta el condado Longford. El jodido jamelgo se espantó y el viejo chucho se echó detrás del coche como un demonio y toda la plebe venga a gritar y a reír y la vieja carraca traqueteando calle abajo.

La catástrofe fue terrible e instantánea en sus efectos. El observatorio de Dunsink registró en total once sacudidas, todas ellas de quinto grado en la escala de Mercalli, sin que se haya registrado semejante disturbio sísmico en nuestra isla desde el terremoto de 1534, en los años de la rebelión de Thomas el Sedoso. El epicentro parece haber estado en la parte de la metrópoli que constituye el distrito del Inn’s Quay y la parroquia de San Michan, cubriendo una superficie de cuarenta y un acres, dos varas y un pie cuadrado. Todas las señoriales residencias cercanas al Palacio de Justicia quedaron demolidas y el noble edificio mismo, en que en el momento de la catástrofe estaban en curso importantes discusiones jurídicas, es literalmente un montón de ruinas bajo el cual es de temer que estén sepultados vivos todos los ocupantes. Por informes de testigos presenciales, parece ser que las ondas sísmicas fueron acompañadas por una violenta perturbación atmosférica de carácter ciclónico. Un cubrecabezas, que luego se ha comprobado que perteneciera al respetadísimo Canciller de la Corona, señor George Fottrell, y un paraguas de seda con puño de oro y las iniciales, escudo de armas y dirección del docto y venerable presidente de las audiencias trimestrales, Sir Frederick Falkiner, primer magistrado de Dublín, fueron descubiertos por brigadas de salvamento en partes remotas de la isla, respectivamente, aquél en el tercer estrato basáltico de la Calzada de los Gigantes, y éste incrustado, hasta una profundidad de un pie y tres pulgadas, en la arenosa playa de la bahía de Holeopen junto al viejo cabo de Kinsale. Otros testigos de vista han declarado que observaron un objeto incandescente de enormes proporciones lanzado a través de la atmósfera con trayectoria en dirección oeste-sudoeste. Se reciben continuamente mensajes de condolencia y sentimiento de todas partes de los diversos continentes, y el Sumo Pontífice se ha dignado graciosamente decretar que se celebre simultáneamente una misa pro defunctis especial a cargo de los ordinarios de todas y cada una de las iglesias catedrales de todas las diócesis episcopales sujetas a la autoridad espiritual de la Santa Sede, en sufragio de las almas de los desaparecidos fieles que tan inesperadamente se han visto llamados a partir de entre nosotros. Los trabajos de salvamento, remoción de escombros, restos humanos, etc., se han confiado a las empresas Michael Meade e Hijo, calle Great Brunswick 159, y T. C. Martin, North Wall 77, 78, 79 y 80, con asistencia de los soldados y oficiales de la infantería ligera del Duque de Cornwall, bajo la supervisión general de Su Alteza Real el contraalmirante honorable Sir Hercules Hannibal Habeas Corpus Anderson, Caballero de la Orden de la Jarretera, Caballero de la Orden de San Patricio, Caballero de la Orden Templaria, Consejero Privado de Su Majestad, Comendador de la Orden del Baño, Diputado del Parlamento, Juez de Paz, Doctor en Medicina, Cruz del Mérito Civil, Diplomado en Inversiones, Maestro de Caza del Zorro, Miembro de la Academia Irlandesa, Doctor en Derecho, Doctor en Música, Administrador de la Asistencia a los Pobres, Profesor del Trinity College de Dublín, Miembro de la Real Universidad de Irlanda, Miembro de la Real Facultad de Medicina de Irlanda, y Miembro del Real Colegio de Cirugía de Irlanda.

Ni en todos los días de mi vida he visto cosa semejante. Coño, si le llega a dar en la cholla ese envío, se iba a acordar de la Copa de Oro, ya lo creo, pero, coño, al Ciudadano le habrían metido en chirona por agresión violenta, y también a Joe por complicidad y ayuda. El cochero salvó la vida tirando adelante a toda prisa, tan seguro como que estamos aquí. ¿Cómo? Que se las piró, ya lo creo. Y el otro persiguiéndole con una ristra de tacos.

—¿Le he matado o qué? —dice.

Y venga a gritar al jodido perro:

—¡Hala con él, Garry! ¡Hala con él, muchacho!

Y lo último que vimos fue el jodido coche dando la vuelta a la esquina y el viejo cara de borrego gesticulando y el chucho detrás con las orejas tiesas a ver si le hacía pedazos. ¡Cien a cinco! Caray, se lo ha hecho pagar bien, os lo aseguro.

Cuando he aquí que en torno a ellos se hizo una gran claridad y contemplaron cómo el carruaje en que iba Él ascendía a los cielos. Y le contemplaron en el carruaje, revestido con la gloria de la luz, cubierto de un manto como hecho de sol, hermoso como la luna, y tan aterrador que por temor no osaban mirarle. Y he aquí que salió una voz de los cielos que llamaba: ¡Elías! ¡Elías! Y Él respondió con un gran grito: ¡Abba! ¡Adonai! Y le vieron, a Él, a Él en persona, Ben Bloom Elías, entre nubes de ángeles, ascender hacia la gloria de la claridad, con un ángulo de cuarenta y cinco grados, por encima de Donohoe, en la calle Little Green, como disparado de una paletada.

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Last Updated: 06/16/2023

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